Lo primero que cabe decir de esta producción de Noviembre es que Yolanda Pallín ha realizado una versión con un ritmo muy de hoy. Ligera, pero sin perder el oxígeno de la trama de una de las obras más largas de Shakespeare. La única duda es que esa fatalidad al estilo Fritz Lang, unida a una estrategia digna de Maquiavelo, pasa demasiado rápida. Un aspecto que no digo en negativo, sino a modo de deseo de vivir más esta perversa astucia de destruir al superior.

A partir de este material, la puesta en escena de Eduardo Vasco es limpia, efectiva, ordenada y muy perspicaz. No es innovadora, pero sí que posee una notable carpintería. A estos datos primarios hay que añadir que el director ha cuidado la individualidad de cada personaje, lo que da relumbre a una materialidad teatral que entra bien desde en un primer instante, porque va al grano a la hora de contar una historia y de expresar este ambiente de celos y sospechas. Un ambiente redondeado por un piano que trasmite las distintas situaciones y peripecias escénicas; por un espacio escénico escueto y bien utilizado, y por un vestuario que se adhiere a la vista por su mezcla elementos de época y contemporáneos.

El elenco al completo resalta por su claridad de sentimiento y sobre todo de elocución. Y tal vez el atractivo mayor esté en el personaje de Yago, ya que el actor Arturo Querejeta se apega a él con gran maestría y dominio escénico. Y más que un loco por el poder, vemos y sentimos una personalidad ambigua, lo que hace subir el interés por este personaje que siempre va unido a una pregunta latente: los motivos para hacer lo que hace. La teatralidad de Yago es soberbia, pero la de Otelo es turbadora. Daniel Albaladejo (Otelo) dibuja un guerrero un tanto humanizado al principio, lo que hace que choque su transformación (el ideal perdido). Y la joven Cristina Adua da buena cuenta de una Desdémona delicada y carnal, casi cómplice inconsciente de su desgracia. ¿La ironía de Shakespeare?