Difícil imaginar un acontecimiento de tanta trascendencia, por lo que es necesario insistir mas que nunca en evitar determinismos climáticos. A mediados del siglo XVIII, el 75-80% de la población francesa eran agricultores, pero solo un tercio poseía tierras y normalmente de tamaño reducido. Las prácticas agrícolas eran prácticamente medievales, sin arados de hierro. La escasez de estiércol por no poder alimentar el ganado, obligaba al barbecho de las tierras, un año de cada tres e incluso de cada dos. Añadir que se guardaba para semillas entre un quinto y un cuarto de la cosecha. Para las clases más pobres, el cereal suponía el 95% de la dieta, ya fuera en forma de pan, gachas o caldo. El pan se hacía de centeno y avena. Algo hoy tan cotidiano como el pan de trigo era inasequible para las clases más bajas. En los años previos a 1789, el pan se llevaba el 54% de los ingresos de un trabajador; en 1789, ya suponía el 88%. ¡Escalofriante! La cosecha de 1787 fue especialmente buena pero se permitió la exportación de grano antes las enormes deudas acumuladas por la participación francesa en la guerra de independencia norteamericana. La recesión que supuso dejó tocado otro importante sector agrícola: la viticultura. Al caer el consumo, bajó el precio del vino en más del 50%. En las ciudades, la situación no era mejor y la señalada recesión y una desfavorable acuerdo comercial con Inglaterra provocó la caída de la producción industrial y de las exportaciones, aumentando el desempleo. Una sequía primaveral, un invierno frío, una granizada podían agravar una situación ya de por sí problemática. Todas estas circunstancias se dieron entre finales de 1788 y el verano de 1789, pero no podemos olvidar lo arriba señalado, además del estado de revuelta de nobleza y burguesía.