En este periplo histórico, hemos visto como el tiempo influye en el resultado de un enfrentamiento. En el caso que nos ocupa hoy determinó el estallido de la contienda. Por supuesto, fue una conjunción de varios factores, pero no faltó el meteorológico. La situación a comienzos del siglo XIX estaba muy determinada por la Revolución francesa. Rusia, Austria y Gran Bretaña habían formado una segunda coalición contra los franceses, pero Rusia veía con recelo la buena conexión entre Austria y Gran Bretaña. Las relaciones se rompieron a raíz del control de la isla de Malta. El zar impuso un embargo a los barcos británicos, encarceló a sus tripulaciones y confiscó las posesiones británicas en suelo ruso. Ya de por sí, normalmente estas acciones hubieran debido suponer una reacción, pero hay que añadir que el tiempo adverso había afectado a las cosechas de 1799 y 1800, generando escasez de grano, subida de los precios y el riesgo de revueltas. Las autoridades británicas eran conscientes de lo que un panorama semejante había provocado al otro lado del Canal de la Mancha.

Los puertos bálticos eran el origen de una parte importante de las importancias de grano a Gran Bretaña. A finales de noviembre de 1800, el gabinete británico decide enviar una flota al Báltico, con un plan también condicionado por las condiciones meteorológicas, en concreto, el hielo marino. La flota, por tanto, partió el 12 de marzo de 1801 y su plan de ataque comenzó por eliminar a la flota danesa, el primer país al que llega el deshielo. Mientras, el interior del Báltico seguía congelado, evitando la ayuda del zar. Sir Hyde Parker dirigía la armada y su segundo era, nada más y nada menos, Horacio Nelson. La muerte del zar Pablo I en 1801 rebajó la tensión y acercó a Rusia a la coalición antifrancesa.