Mi infancia no escapó a romper zapatillas, pantalones y, especialmente, gafas a pelotazos, pero si en algo se distinguió de la de mis compañeros de partidos fue por mi afición por las biografías ilustres: Julio César, Alejandro Magno, el Gran Capitán,... Sin embargo, si hay un hombre y un acontecimiento destacados esos son Napoleón Bonaparte y la batalla que decidió su derrota definitiva: Waterloo.

Acaecida entre el 15 y el 18 de junio de 1815, en ella (y en otros tres choques en Ligny, Quatre Bras y Wavre), se enfrentó el ejército francés a una coalición anglo-holandesa-prusiana, liderada por el duque de Wellington y el mariscal von Blücher. La batalla vino marcada por el paso de una baja y sus frentes asociados. En primer lugar, las tormentas hicieron impracticable el uso de los mosquetes. A comienzos de la tarde del día 17, cuando Napoleón se disponía a atacar al ejército anglo-holandés en Quatre Bras, las lluvias convirtieron el suelo en una absoluta ciénaga.

El lento avance de las tropas de «le Petit Caporal» permitió a Wellington retirar su fuerza más ligera y preservarla para el choque definitivo del día 18. Las lluvias continuaron a lo largo de la noche entre el 17 y el 18 y empeoraron el estado del terreno. Napoleón y sus artilleros estimaron oportuno retrasar el inicio del ataque hasta las 11.30 horas. El curso de la batalla favorecía los intereses galos hasta que a las 16.00 horas llegó el ejército prusiano.

Los prusianos se habían retirado tras el enfrentamiento en Ligny. El mariscal Grouchy recibió la orden de perseguirlos con 30.000 hombres, pero apenas logra alcanzarlos y el día 18 sigue en su empeño, desoyendo a quienes le aconsejaban dirigirse hacia donde sonaban los cañones: Waterloo. Los prusianos llegaron primero y, por esos dos retrasos, la historia cambió.