Que llueva no es tan sencillo como esperar la llegada de una borrasca que reemplace la anticiclónica estabilidad, de modo que en la fachada levantina la sucesión de borrascas atlánticas, descargadas al atravesar la montañosa península ibérica, deja un ínfimo porcentaje de nuestros totales pluviométricos.

Las islas, rodeadas de mar, no tienen ese problema. Cualquier masa de aire las alcanza tras cargarse de agua. Pero no faltan islas con una pluviometría irrisoria. Un buen ejemplo son las Canarias orientales, las tierras más secas de España, poco elevadas, rodeadas de un mar fresco que evita el ascenso del aire y en el dominio de los anticiclones subtropicales. La fama de aridez se la lleva Almería, pero sus escasos 200 litros de media anual parecen «abundantes» si los comparamos con los 111 de Lanzarote o los 98 de Fuerteventura. La isla yemení (geológicamente africana) de Socotora se queda en apenas 193 mm. Más dichosas son Mallorca (411), Menorca (546) o Malta (554). A mitad de camino entre la otrora posesión de los Caballeros Hospitalarios y Túnez, se encuentra la isla italiana de Pantelaria, apenas 83 km2 de roca volcánica. Sus lluvias no difieren mucho de las Baleares, pero con 17'9 ºC de media, la evaporación no hace del agua un bien a desperdiciar.

Y así surge unos de sus principales patrimonios históricos: los jardines de Pantelaria. Son círculos de piedra de unos 10 metros de diámetro con la altura necesaria para bloquear el viento y captar la humedad, pero no excesiva para permitir la entrada de los rayos solares. Las grietas de las rocas volcánicas captan la humedad y, orientadas al interior, riegan el suelo, permitiendo crecer un solo naranjo o limonero. Además, reduce la evaporación y evita las heladas nocturnas. Un microclima productor de vitamina C.