Este lema, que hoy ocuparía con razón titulares en los medios de comunicación como ejemplo de lo que no debe ser la enseñanza, si no con alguna consideración de tipo penal añadida, puede aplicarse sin embargo a lo que practica nuestro país en el contexto europeo a la hora de presentar los resultados del cumplimiento de las directivas europeas de medio ambiente.

Hace unos días un titular de prensa, muy expresivo, anunciaba una nueva multa de 22 millones de euros al Estado español por el incumplimiento de la Directiva de depuración de aguas residuales que se aprobó en 1991. Nuestro país, que rara vez cumple los plazos de adaptación y aplicación de estas normativas europeas en materia ambiental, paga multas todos los años. En este caso concreto, porque todavía hay nueve poblaciones de más de 15.000 habitantes que no depuran correctamente sus aguas residuales urbanas, entre ellas, localidades como Nerja, Matalascañas o Gijón. Y la previsión es que esta factura siga creciendo hasta el año 2022 al no estar licitadas aún las obras de construcción o mejora de las plantas depuradoras.

La Unión Europea en estas cosas es tajante, afortunadamente. Si no se cumplen los plazos, a pagar la multa. Las aguas depuradas van a ser el gran eje de planificación del agua en nuestro país durante las próximas décadas.

En un contexto de calentamiento climático, donde los trasvases ya no tienen cabida, pese a lo que digan algunos, los recursos no convencionales son la baza para sufragar las demandas existentes o las que puedan sumarse en el futuro. Y la propia Directiva europea de depuración se quedó corta en su día. Debería haber exigido un nivel de depuración de tipo terciario o más avanzado incluso. Para poder reutilizar en toda España el cien por cien de las aguas residuales urbanas para usos diversos: agrarios, industriales, de ocio.