Estas semanas, tras la riada del Segura en la Vega Baja, ha vuelto el debate de la eficacia de las medidas estructurales a la hora de cumplir el objetivo de reducir el riesgo de inundaciones. No es algo nuevo. En las dos últimas décadas hay un fructífero debate científico sobre lo que puede ser mejor para disminuir la exposición al peligro de las inundaciones en un espacio geográfico. En la Vega Baja se ha demostrado que el encauzamiento que se llevó a cabo, tras la inundación de noviembre de 1987, no sirve. Al contrario, ha agravado el efecto de la crecida del Segura del pasado septiembre. Hay un consenso científico en el reconocimiento de que los encauzamientos de ríos, con canales de hormigón crean sensaciones de falsa seguridad en las poblaciones ribereñas, que piensan que con esa obra ya no van a tener más problemas en el futuro. Pero en áreas de clima mediterráneo, donde no sirven los períodos de retorno para calibrar las obras de ingeniería hidráulica, esa supuesta seguridad se convierte en una ruleta rusa. Tampoco es cierto que la ordenación del territorio pueda solucionarlo todo. Porque hay mucho y mal construido en décadas previas que no se puede arreglar con planificación territorial, salvo que contemple expropiación y cambio radical de uso del suelo mal ocupado. Y eso no lo quiere la política, sobre todo la local. Por tanto, las soluciones únicas, de un sentido u otro, no valen. Y las soluciones diversas, complementarias, requieren conocimiento profundo del territorio y sus dinámica. ¿Estamos dispuestos a gestionar la complejidad?