En ciertos momentos de la historia el mundo cambia de forma tan rápida que, si miramos solo un tiempo atrás, apenas lo conocemos. Hace un año, por estas mismas fechas, el monte Everest, la montaña de mayor altitud sobre la superficie del mar, volvía a ser síntoma de tragedia. Varios turistas perecieron ante el colapso que sufrió la cima en sus últimos metros, mientras cientos de ellos aguardaban para retratar su conquista del pico más icónico del Himalaya. Ahora, debido a la actual crisis que nos golpea a todos, el silencio reina en su cima. La pandemia, de la misma forma que en muchos otros lugares, no ha permitido que Nepal haya podido recibir a la enorme cantidad de turistas que pagan cantidades astronómicas por coronar el Everest. De hecho, es tal la caída de viajeros y del tráfico en este remoto país asiático que, por primera vez en muchos años, la cordillera principal del Himalaya es visible a simple vista desde su capital, Katmandú. Si va todo bien, quizá poco a poco esta región tan fascinante de Asia pueda recibir de nuevo a visitantes de todo el mundo en los próximos años, pero quizá deberíamos darnos cuenta, cuando por fin se pueda ir a descubrirla, que es imprescindible medir el impacto que causamos en los tesoros naturales que esconde nuestro planeta y cuidarlos más que nunca. Seamos conscientes de donde se encuentran nuestros propios límites y actuemos en consecuencia a los mismos. Que no tengamos capacidad para escalar una montaña tan alta no significa que no podamos llegar a observarla desde su base. Y pocos privilegios visuales puede haber mayores que ese.