Era la madrugada del sábado 6 de febrero de 2016. Me encontraba en CuencaClub, mi discoteca preferida de Madrid, enfundado en un improvisado disfraz de Mario Vaquerizo por una fiesta de cumpleaños a la que previamente había asistido. Mi presupuesto de universitario no me daba para más que para una peluca negra de mi chino de confianza. Los zapatos de charol, la chaqueta de rockero y los pantalones pitillo pertenecían ya a mi fondo de armario.

La tarde del 5 de febrero, y en honor a mis 25 años recién cumplidos, visité a mi amigo Jose Carlos en su piso de Malasaña para que me decolorara el pelo. Mis primeras canas ya empezaban a asomar, y me pareció buen momento para intentar platear mi sien por completo.

Las cuatro de la mañana parecía una buena hora para marcharme. Ese día no me apetecía cerrar la discoteca. Mis canas artificiales parecían haber hecho mella en mi espíritu. Además, mis amigas Beka y Meri se iban también y me ofrecieron llevarme en su coche hasta mi piso. Tener amigas en Torrejón empezaba a tener sus ventajas, y ahorrarse el siniestro paseo a casa desde la discoteca a altas horas de la madrugada seguro que evitaba que tuviera que oír comentarios desagradables de extraños por el camino. No sería la primera vez.

Así que nos fuimos a por el coche. Antes de que pudiera darme cuenta, ya estábamos de camino. Calle Cea Bermúdez, esquina con la calle Galileo. Ahí me bajé tras despedirme efusivamente de Beka y Meri. Mi portal estaba ya a escasos metros, y no veía el momento de meterme bajo el edredón de mi cama en la habitación del piso que alquilaba con amigos casi al final de la calle Galileo. Tenía que cruzar el paso de peatones que unía las dos aceras de las esquinas de la calle Galileo con Cea Bermúdez, girar a la derecha y caminar unos 20 metros hacia mi portal. No me quedaba nada.

La noche estaba animada por la zona. Había varios locales de ocio nocturno, además de un 24 horas en las inmediaciones, y parecía que la gente también tenía ganas de volverse a sus casas, porque ya muchos estaban buscando taxis o llevándose comida a la boca para intentar paliar los efectos del alcohol. Mientras cruzaba el paso de peatones que me acercaba más a mi soñada cama, alguien espetó: “Mira, un maricón”. Yo, que suelo callarme pocas cosas, con mi peluca negra desaparecida en combate y luciendo mi nueva y grisácea cabellera, contesté: “¡Felicidades! ¿Qué quieres, una bola de adivino?”. A partir de ese momento, mi vida cambió para siempre.

El recuerdo que tengo es borroso. Tras mi contestación, escuché un murmullo que fue transformándose en estruendo, silenciando por completo cualquier otro ruido a mi alrededor: “¡A por el puto maricón de mierda!”, recuerdo oír. Con el modo pánico activado, solo se me ocurrió correr lo más rápido posible hacia mi portal; con un poco de suerte, y con mis largas piernas, llegaría antes de que me alcanzara alguno de los cuatro o cinco que me perseguían por un motivo que todavía no terminaba de entender.

No fue así. A escasos tres pasos de mi portal, me vi acorralado por dos chicos. Quizás eran tres. Intenté escabullirme entre los coches que había aparcados a ambos lados de la carretera hasta que, finalmente, me quedé sin espacio por el que correr. Acorralado, en clara desventaja numérica y sin una forma física que me permitiese defenderme con algo de dignidad, mi objetivo ahora era sufrir el menor daño posible: pegué mi espalda a la pared y me cubrí, como pude, la cabeza y la cara con mis brazos. Una brutal patada en el pecho consiguió hacerme sentar en el suelo. Recogí mis piernas y las usé para protegerme el resto del cuerpo mientras mis brazos seguían cubriéndome la cabeza. Ahora parecían cinco. No entendía nada.

No paraba de recibir golpes por todos lados, y no parecían tener intención de parar. Recuerdo, en algún momento, gritarles en posición fetal: “¿Pero qué les he hecho?”. Su respuesta: “Ser un puto maricón de mierda”. Estuve hecho una bola en el suelo durante unos cinco minutos, en los que además de golpes, recibí escupitajos e insultos. El paradigma de la ‘libertad’.

“¡Eh! ¿Qué hacéis?”, logré escuchar tras el silencio ensordecedor de sus puños y zapatos contra mi cuerpo. “¡Dejadle en paz, lo vais a matar!”. Funcionaba. Noté cómo los golpes iban reduciéndose, y me atreví a levantar la vista. Se habían echado todos a correr, salvo uno. No recuerdo su cara, solo que tenía algo de sobrepeso y que iba vestido de negro, como el resto de sus colegas. Además, la expresión en su cara era apabullante: la definición de odio. Su cara era el claro significado de esa palabra. Tan claro, que asustaba.

Mientras el chico que les había llamado la atención seguía acercándose por el camino que hubiera tomado yo de no haber ido en coche con Beka y Meri, recuerdo estar jadeando, con la boca seca, mirándole a la cara al odio personificado, suplicándole que me dejara en paz, que no le había hecho nada. Me llevé una patada en el cráneo como respuesta, adornado con un último escupitajo. Como si fuera la traca final de los fuegos artificiales de una noche de San Juan.

“¡Para, para! ¿Qué haces? ¡Lo vas a matar!”. Mi defensor anónimo se puso entre mi agresor y lo que quedaba de mí, cobrándose él también una patada marca de la casa. El chico de negro con sobrepeso emprendió su huída. Yo seguía con vida, aunque no del todo vivo. Quise gritar e insultarle, pero no me quedaban fuerzas.

Mi salvador se llamaba Carlos, y aún guardo en mi teléfono su contacto. Casi al instante, se acercó también un grupo de chicas que dudaban si ayudarme o no. Me dio la sensación de que conocían a alguno de los agresores, ya que ninguna quiso darme su teléfono para prestarse como testigos. Salvo una, Aitana, que hizo caso omiso a sus amigas y me dejó su número de teléfono, que aún conservo también.

Yo estaba tranquilo, explicándole a Carlos y al grupo de amigas de Aitana lo que me había sucedido. La sensación que tenía era parecida a la que se tiene cuando te despiertas tras haber sido anestesiado para una operación. Pese a la paliza que me acababan de dar, no sentía dolor. Parecía que estaba en una nube, pero tenía que llamar a la Policía, denunciar e intentar hacerles pagar a todos por lo que habían hecho.

Al llamar al 091, el subconsciente me jugó una mala pasada. Al otro lado de la línea se encontraba una mujer con un acento familiar. “¿Eres canaria?”, pregunté, ilusionado como si mi yo de seis años acabara de encontrarse con Papá Noel y estuviera hablando con él. “Sí, mi niño, ¿qué te pasó?”, contestó. En ese momento, de repente, todo lo que había sucedido se ordenó en mi cabeza. “¡Me acaban de pegar una paliza!”, exclamé mientras empezaba a llorar desconsoladamente. Ya no estaba tranquilo.

La Policía apareció rápidamente y tuvieron conmigo un comportamiento ejemplar. Me pasearon en su coche por las calles aledañas a ver si pillábamos a alguno de los agresores, pero no hubo suerte. Poco después, me acercaron a la Fundación Jiménez Díaz para que pudieran hacerme una revisión y un parte de lesiones que presentar junto a la denuncia que iba a poner. Al quitarme la camiseta para hacerme una radiografía del tórax, el médico se quedó mirándome fijamente. “¿Te duele?”, preguntó señalándome al pecho. Al mirarme, vi que el chico con sobrepeso me había dejado en el pecho la huella de su zapato marcada en carne viva. Un tatuaje a tamaño real.

Llegué a la comisaría. El policía que me tomó declaración en la denuncia fue amable, cercano, comprensivo y todo lo que una persona en mi situación necesitaba. Con la denuncia hecha, y con la esperanza puesta en que alguna cámara de seguridad hubiera captado algo de la agresión, me fui a esa cama con la que soñaba hacía horas. Pero dormir ahora era imposible.

La tarde del 6 de febrero me desperté en mi habitación sobre las 19.00 horas con mi hermana acariciándome la cabeza y varios detalles en mi escritorio de amigos que habían intentado venir a verme sin mucho éxito. No podía moverme del dolor. Miré el móvil y lo tenía lleno de mensajes de apoyo, ya que había publicado en redes sociales lo ocurrido ante la impotencia y las ganas de que todo el mundo se enterara de que en pleno 2016 nos seguían pegando por las calles de la capital de España solo por ser. Porque no nos pegan por amar, nos pegan por ser; no soportan la idea de que un hombre no perpetúe estereotipos arcaicos.

Mi madre me hizo saber que llegaría al día siguiente en el primer avión de Gran Canaria a Madrid para estar conmigo, mi amiga Dafne viajó desde Berlín para acompañarme también, y la asociación Arcópoli de Madrid, en concreto Rubén López, estuvo a mi lado aconsejándome hasta que las aguas se calmaron. Perdí una entrada para el concierto de Ellie Goulding que tenía esa misma noche con mi amigo José porque era incapaz de mantenerme erguido. Apenas tenía apetito, ni la capacidad para conciliar sueño. Sin embargo, y pese a conocer mi estado físico y emocional, varios de mis compañeros de piso decidieron hacer una fiesta en casa esa misma noche. Como si no tuviera suficiente intentando aguantarme a mí mismo y a mis pensamientos, ahora tenía la casa llena de gente preguntándome y mirándome. Justo lo que necesitaba en ese momento. La empatía brillaba por su ausencia, incluso en personas dentro del colectivo que además consideraba amigas. Evidentemente, ya no lo son.

Entre las cosas que aprendí con Rubén López y Arcópoli, resaltaría la importancia de no actuar de manera impulsiva: quería que el mundo supiera lo que me había pasado, pero no era tan importante que me hubiera pasado a mí como que el hecho en sí se hubiera producido. Menos mal que les hice caso, porque han pasado cinco años y medio desde aquel fatídico día y pensar en escribir este texto me ha supuesto más esfuerzo del que me gustaría reconocer. Tras una semana apareciendo en medios de comunicación, mi cabeza me pidió que parara. No me estaba haciendo bien rememorar lo ocurrido. Incluso desde al anonimato, relatar lo que me había sucedido una y otra vez resultó ser terriblemente agotador. Estaba exhausto. Necesitaba tiempo conmigo para sanar. Borré de redes sociales todo lo que había escrito sobre mi agresión.

Recuerdo forzarme a pasar todos los días por la zona donde se produjeron los hechos al ir a mi casa pese al terror que sentía. No quería ceder ante el miedo, no quería que su odio ganara… Había días que lo hacía. El pulso se me aceleraba tanto al acercarme al 24 horas, que tenía que volver a casa por la calle paralela a la mía. En abril de ese mismo año decidí que a finales de junio me volvería a Gran Canaria. El ritmo de vida frenético de la ciudad y mi daño emocional hacían imposible que me quedara en el lugar donde más feliz he sido de toda mi vida: Madrid.

En Gran Canaria continuó desarrollándose el trastorno de estrés postraumático que se había producido a raíz de la agresión homófoba que había sufrido: cualquier ruido estridente e inesperado me dejaba al borde del infarto, la bocina de un coche, o incluso el ruido de una silla siendo arrastrada por el suelo; encontrarme con un grupo de chicos por la calle automáticamente me obligaba a agachar la cabeza y a intentar pasar desapercibido; mi forma de vestir cambió radicalmente para intentar llamar menos la atención; perdí cerca de diez kilos; era incapaz de dormir por las noches… Entré en depresión.

Estas palabras las escribo un 9 de julio de 2021. Nunca cogieron a mis agresores. Este septiembre me vuelvo a ir a vivir a Madrid. Ya no estoy deprimido y tampoco tengo miedo, aunque es una lucha constante. Volver a ver el mundo de color cuando te has acostumbrado a verlo gris, es complicado. Sobre todo cuando se producen hechos violentos como el asesinato homófobo de Samuel Luiz en Coruña. Porque, aunque lo que importe sea el hecho de que unos desalmados acabaron con la vida de un joven de 24 años, es bastante revelador que lo hicieran al grito de “maricón de mierda”. No solo porque lo que te digan antes de matarte importe, sino porque denota clara homofobia.

La homofobia la experimentas incluso antes de que tú mismo comprendas quién eres. A mí me empezaron a llamar maricón en el colegio cuando ni yo mismo tenía clara mi sexualidad. ¿Necesitaba estar besándome con otro chico para que eso se considerara homofobia? No. De la misma manera en la que el asesinato de Samuel Luiz no es menos homófobo porque estuviera acompañado solo de chicas. Eso en mi colegio también era motivo de burla.

Igual que yo, millones de personas del colectivo LGTBI en España llevan sufriendo burlas y ataques de homofobia simplemente por mostrarse al mundo tal y como son. Sin embargo, personas privilegiadas que nunca han tenido que enfrentarse a este tipo de situaciones en su vida ahora saben distinguir mejor que nosotros lo que es una agresión homófoba. El mero hecho de llamar “maricón” a alguien antes de pegarle una paliza mortal ya nos da el motivo de la misma.

Estamos cansados de que nos intenten explicar lo que es la homofobia, de que los cuerpos de seguridad y políticos que, en teoría, velan por nuestra integridad, no estén educados para detectar este tipo de agresiones. Nos cansa tener que ir alerta de noche por las calles porque nuestra mera presencia pueda volver aún más frágil la masculinidad de ciertos individuos cavernícolas, nos cansa mirar al suelo cuando nos cruzamos con ellos, escuchar sus insultos gratuitos, sentir miedo.

Queremos justicia para Samuel. No pedimos un trato especial, no queremos tener más privilegios que los demás. Queremos ser iguales. Queremos ser en libertad y, con suerte, amar. Aunque esto último sea secundario. Ojalá mi testimonio pueda ayudar en algo.