Los tiempos de León XIV

Una reflexión sobre la respuesta de los últimos pontífices a los retos espirituales y materiales de cada época

El nuevo papa León XIV.

El nuevo papa León XIV.

Yago González

Los periodistas, desengañados y endurecidos por las intrigas políticas y empresariales que conocemos por nuestro trabajo, tendemos a abordar con el mismo distanciamiento, casi con cinismo, cualquier proceso deliberativo que entrañe la designación de un gran poder. Un proceso, por ejemplo, como la elección de un Papa. Por eso muchos de los análisis publicados tras la muerte de Francisco sobre el próximo jefe de la Iglesia católica se han elaborado bajo ese mismo enfoque de luchas de poder, de alianzas interesadas, de corrientes antagónicas, de equilibrios tácticos. No es nada nuevo. Estamos tan acostumbrados al bajo nivel ético de nuestros dirigentes, y también a las decepciones y traiciones que podemos experimentar en nuestras vidas privadas, que no concebimos que unas personas se reúnan a puerta cerrada para escoger a la que creen más idónea para representar a Jesucristo en la tierra, sin pensar en otro objetivo que la custodia de su mensaje y la guía de sus fieles.

Por supuesto, eso no significa que los periodistas católicos seamos unos ingenuos que demos por garantizada la absoluta pureza de intenciones de los 133 cardenales reunidos estos días en la Capilla Sixtina. La fe no se riñe con la inteligencia, la objetividad ni el conocimiento de la condición humana. Los electores son hombres y, como tales, expuestos a las bajas pasiones que abundan en posiciones de poder, como la corrupción, el amiguismo y, en el caso que nos ocupa, una visión totalmente terrenal e ideológica, desprovista de un sentido trascendente. Todo eso es posible. Pero, desde una perspectiva de fe, existe un decisivo ingrediente extra: la acción del Espíritu Santo. Una visión descreída interpreta el cónclave papal exclusivamente con el baremo de los cálculos humanos. Es lógico que sea así. Pero ese es un lujo que los católicos que profesamos nuestro credo no podemos permitirnos. Yo no puedo analizar un cónclave o un pontificado como la legislatura de un presidente o la gestión de un consejero de Red Eléctrica.

Eso tampoco significa que el Espíritu Santo haya presidido todos y cada uno de los pensamientos y acciones de los cardenales que han elegido al estadounidense Robert Prevost como Papa. En modo alguno. La Tercera Persona de la Trinidad no es una especie de fantasma que invade los cerebros cardenalicios para que se cumpla a la fuerza el plan divino. Lo explicó muy bien Benedicto XVI en 1997, cuando aún era el cardenal Joseph Ratzinger: «No diría que el Espíritu Santo elige al Papa, pues no es que tome el control de la situación, sino que actúa como un buen maestro, que deja mucho espacio, mucha libertad, sin abandonarnos”. Es decir, el Paráclito inspira o sugiere el querer de Dios, pero no sustituye el libre albedrío de los hombres.

No soy teólogo ni vaticanista, y es un hecho histórico que ha habido papas corruptos que no ejercieron su ministerio de acuerdo a los valores del Evangelio. También lo dijo Ratzinger en aquella entrevista: “Hay muchos papas que probablemente el Espíritu Santo no habría elegido”. No obstante, mi opinión es que los tres que hemos conocido los de mi generación (Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco), con sus aciertos y errores, han respondido providencialmente a las necesidades espirituales y materiales de la sociedad de cada uno de sus pontificados. 

En plena era soviética, Karol Wojtyla, que había sufrido el nazismo y el comunismo en su Polonia natal, batalló contra los sistemas totalitarios que aplastan la libertad y la dignidad del hombre. El alemán Ratzinger, prestigioso teólogo y filósofo, reforzó la solidez intelectual del catolicismo, defendió la armonía entre creencia y razón y dio valor a la palabra “verdad” en una era marcada por el relativismo. Además, no fue un papa encerrado en una biblioteca: no le tembló la mano para iniciar una profunda limpieza contra los abusos sexuales dentro de la Iglesia. Y el recientemente desaparecido Jorge Bergoglio puso el acento en la ternura y la misericordia de Dios, cargó contra un sistema económico que idolatre el dinero y tendió la mano a las personas oprimidas, heridas y alejadas de la fe. Mensajes que calaron hondo (y que también han sido reprochados) en un mundo que arrastraba las cicatrices de la crisis financiera de 2008 y que sigue sufriendo guerras, pandemias, grandes emigraciones y un fenómeno más latente, pero no menos dañino: el individualismo, la soledad y la desesperanza.

Teniendo en cuenta esta cosmovisión, y concediendo que en esta ocasión el Espíritu Santo también ha contribuido a la elección del nuevo Papa, es interesante que se haya decantado por un estadounidense que ha sido misionero, que ha tomado como predecesor al pontífice que creó la Doctrina Social de la Iglesia y que, en su primer discurso en el balcón de San Pedro, ha llamado a “construir puentes” mediante el “diálogo”. Son ingredientes sugerentes para los tiempos actuales. Los tiempos, desde hoy, de León XIV.

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