«Hola, ¿qué tal?, ¿cómo estás? Toma preservativos. Ya sabes donde estamos, por si necesitas algo». Más o menos esa es la conversación que, tres veces por semana, entablan Silvia y Ana con prostitutas que trabajan tanto en la ciudad de Valencia como en su área metropolitana. Con la unidad móvil de la fundación Apip-Acam, psicóloga y mediadora, respectivamente, recorren mano a mano una particular «ruta de la prostitución» para ofrecer a las mujeres una alternativa laboral, que viene a ser lo mismo que otra vida. No en vano, muchas de ellas son víctimas de trata confines de explotación sexual. La violencia es su pan de cada día.

Ese es el caso de Laura (nombre ficticio). Continúa haciendo la calle, por necesidad, con un ojo puesto en posibles clientes y otro en su exproxeneta, al que teme con cada fibra de su cuerpo. El hombre tiene una orden de alejamiento respecto a ella. La obligaba a prostituirse, le robaba lo que ganaba, la violaba, le amenazaba con hacerle daño a su familia en su país de origen. Tras reunir el valor suficiente para denunciarlo, Laura acudió a la fundación a través del centro Mujer 24 horas. En Apip-Acam le ayudan psicológicamente y le dan las herramientas necesarias para ampliar su currículum, el primer paso para salir definitivamente en el infierno en el que entró hace siete años. «Es la única manera que pueden dejar la prostitución. Sin una oportunidad laboral real no hay salida. La mayoría de las mujeres ejercen por necesidad, porque no tienen otra manera de sustentarse», lamenta Silvia, la psicóloga del centro. «Si la tuvieran, lo dejarían, como vemos en ocasiones en la fundación», añade.

Laura llegó de un país de Europa del Este con la falsa promesa de trabajar limpiando casas. Le hacía falta el dinero para mantener a su hijo, al que no ve desde que llegó a España en 2008. El mismo día que puso un pie en Madrid, el hombre que le había prometido casarse con ella y darle una buena vida le obligó a bajar a la calle a prostituirse.

A partir de ahí comenzó su calvario. «Incluso cuando tenía la regla, me obligaba». Sin saber español (las primeras palabras que aprendió eran insultos y palabrotas, aunque también recuerda «café»), continuó explotada en la capital madrileña varios años. Tras ingresar en el hospital por una paliza, la policía se hizo cargo del caso y un juez dictaminó una orden de alejamiento de 500 metros. Entonces se trasladó a Valencia, donde no corrió mejor suerte. Otro proxeneta volvió a tomar el control de su vida. Ahora hay un proceso judicial abierto contra ese hombre: comienza a ver un poco de luz al final del túnel. «En el futuro me gustaría ser camarera o cocinera», comenta con una sonrisa. En Apip-Acam tratarán de ayudarla a conseguirlo a través de los cursos de formación que ofrecen.

La reinserción es posible

Unas enseñanzas que dan sus frutos, como comentan las trabajadoras de la fundación. Patricia (nombre ficticio) es un claro ejemplo de ello. Se formó como auxiliar de limpieza hace apenas unos meses y realizó prácticas en una empresa que ahora la ha contratado de manera indefinida. A sus más de 55 años, nunca antes había cotizado a la Seguridad Social, a pesar de llevar trabajando desde los 16 años en la prostitución. «En mi época, una mujer transexual no podía dedicarse a otra cosa», comenta Patricia.

Sus padres nunca aceptaron su condición, por lo que se tuvo que ir de casa. De repente se vio adolescente y sin un sitio al que acudir, pero rechaza cualquier atisbo de compasión hacia ella. «Yo con la prostitución vivía bien. Mal no lo he pasado», reconoce. «Lo dejé porque llegué a una edad en que ya no me veía a mí misma haciéndolo. Era triste. No me veía con ánimos», lamenta. Entonces acudió a la mediadora Ana, a la que conocía desde hacía décadas. Comenzó a realizar cursos de formación. «Uf, los he hecho todos ya». Su reinserción es plena. Tiene un trabajo estable —«todo lo estable que se puede tener estos días»—, cotiza, paga su alquiler.

Las expertas de Apip-Acam alertan de que, precisamente este grupo de mujeres, las que se encuentran por encima de los 45-50 años, son las que más difícil lo tienen. «No tienen experiencia laboral en otro campo, no van a tener una jubilación», lamentan. Sin embargo, después miran a Patricia y todas esas horas que se pasan en la unidad móvil tres veces por semana cobran sentido.