El 12 de diciembre, seis días después de su ingreso en prisión, Jorge Ignacio P. J. fue examinado por el psiquiatra a petición de su abogado defensor. Pretendía probar que tenía «un estado psicoemocional intensamente apesadumbrado con pensamientos e ideas de suicidio por arrepentimiento por lo sucedido». Nada más lejos de la realidad. El psiquiatra recoge en su informe que «no aprecia repercusión emocional» y aclara que el interno ingresó inicialmente en la enfermería por una única razón: por estar acusado de «un delito de gran repercusión mediática». Esto es, por una cuestión de seguridad hacia el interno. Es más, en ningún momento, ni cuando llegó ni en las semanas posteriores, ha mostrado ninguna tendencia a la autolesión o al suicidio. El psiquiatra también recoge en su informe que el recluso «refiere consumo ocasional de cocaína» y que, pese a que afirma que antes de su encarcelamiento estaba consumiendo «altas dosis prácticamente a diario», no aprecia en él «síntomas psicóticos», como correspondería en ese caso. Tampoco evidencia «ánimo deprimido». Así las cosas, se determinó que no era necesario que permaneciese en la enfermería y se decidió no aplicarle el protocolo de prevención de suicidios (PPS). Incluso el propio Jorge Ignacio le dijo al psiquiatra que afrontaba la cárcel como lo había hecho antes, «sin ideas de autolisis». Sin embargo, tres días después, al verse en un módulo normal, dijo que se quería suicidar y logro así regresar a la enfermería, con un régimen de vida mucho más suave, y que se le aplicara el PPS.