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Opinión | Tribuna

Los puntos sobre las íes

Confluyen la campaña electoral y la de la Renta y se pone mucho más de manifiesto que, para los ciudadanos, los impuestos son de su vida el mal

Confluyen la campaña electoral y la de la Renta y se pone mucho más de manifiesto que, para los ciudadanos, los impuestos son de su vida el mal: los muchos, por lo que pagan, los otros, los evasores, se empeñan en defraudar, alegando mil razones difíciles de alcanzar que, aun siendo ciertas, no eximen su deber de tributar. Es por ello, que en el persistente empacho de campaña electoral, se observa que todos los partidos proponen medidas tributarias, en general a la baja, pretendiendo hacer con ellas sus señas de identidad.

En los países más ricos y progresistas europeos se sigue un modelo fiscal avanzado. Gracias a contar con una buena estructura fiscal y una gran capacidad para gestionar y recaudar los impuestos, pueden ofrecer los mejores servicios públicos dentro del Estado del bienestar y, en general, su adecuada política distributiva favorece la justicia fiscal, de modo que, aun siendo una verdad universal el rechazo congénito de los seres humanos a pagar los impuestos, su aceptación, como un mal necesario, es pacífica y es menor la propensión al fraude, porque en ellos se instaló tiempo atrás, que éste y la evasión del dinero son actos delictivos por los que se ha de penar.

En nuestro país, sin embargo, se producen en su exigencia graves desequilibrios, que quiebran la equidad y llevan al descontento. Con ocasión de la crisis se han intensificado las quejas, porque han subido demasiado los tipos impositivos, sin aumentar la recaudación en similar medida, debido a que el fraude fiscal se expande como un mantra dañando la moral fiscal, a la vez que paradójicamente los servicios públicos se han visto recortados. En el aire permanece una misma opinión, y preguntes a quien preguntes, la respuesta es siempre la misma: todos pagan demasiados impuestos y lo que pagan no es comparable con los bienes recibidos, porque el dinero entregado a los distintos gobiernos se merma con el derroche, la corrupción y la mala administración política.

A la declaración del IRPF se enfrentan casi 20 millones de ciudadanos y sean empleados, funcionarios, autónomos, pensionistas, empresarios, rentistas o profesionales, todos sin excepción, transmiten su malestar, indignación y hastío por los muchos impuestos que dicen soportar. La mayoría de contribuyentes, los que trabajan por cuenta de terceros, cuando reciben la nómina, observan el estropicio que les causa el susodicho impuesto, a cuyas retenciones acompañan las cotizaciones sociales, y ambos les causan angustia fiscal, al dejar temblando su retribución, antes incluso de que esta llegue a sus manos. Les revienta que otros trabajadores están en el paro sin estar parados y al amparo de la economía sumergida trabajen en negro, sin descontarles nada, y, más aún, que algunos de ellos, en el colmo del cinismo, perciban ayudas al desempleo. Pocos, por no decir nadie, denuncian, porque en este país al Tesoro público no se le considera Patrimonio Nacional.

A este grupo descorazonado, se añaden los rentistas, los representantes de las grandes compañías, los titulares de enormes patrimonios y los de las sicav „no los mariachis„ y de tantas fundaciones extravagantes, que también muestran su descontento, y bajo la excusa de que les sobran impuestos, pese al leve régimen fiscal que soportan, y en un círculo que no acaban de cuadrar, piden que el Gobierno gaste menos y que recaude „de los otros„ mucho más. Cuantos defraudan querrían que este país fuese un paraíso fiscal, que se supriman impuestos o se bajen para ellos, los que invierten, porque dicen que es a ellos a los que el país debe más.

Todos dicen, que nuestra presión fiscal es muy alta, y por eso, los que pueden, se ven obligados a tener que defraudar. Es una versión similar al refrán del «antes son mis dientes que mis parientes», pero conviene aclarar, que tal aserto solo en parte es verdad: la triste realidad es que nuestra presión fiscal está en torno a un 33%, y alrededor del 40% la media de la Unión Europea. ¿Siendo así, por qué esta sensación de que es insoportable el esfuerzo fiscal que se ha de hacer, hasta el punto de que el día de la liberación fiscal del ciudadano medio en España se sitúa en torno al día 6 de julio? Es a partir de entonces cuando se ha acabado de trabajar para el fisco y lo que se gane se podrá destinar a alimentarse, vestirse y cubrir sus necesidades más básicas.

La explicación, grosso modo, es sencilla: Es que la presión fiscal está muy mal distribuida, porque para todos aquellos cuyos ingresos están absolutamente controlados, el esfuerzo fiscal es insufrible al soportar impuestos, sin excepción, sobre cada euro ganado, ahorrado o gastado; mientras que para los que evaden la levedad de la fiscalidad que soportan es innegable, aunque ellos no quieran confesarlo, sobretodo, si se miran en el espejo de los paraísos fiscales, a donde envían sus ganancias. Así que no debería causar sonrisa, la respuesta que alguien dio a la pregunta, ¿capital de España?, la mayor parte en Suiza.

Afirmo que con la misma presión fiscal podría aliviarse el déficit económico, reducirse la deuda pública, incluso mejorar los gastos sociales ¿Cómo podríamos lograrlo, incluso reduciendo los tipos de gravamen? Sencillamente, modificando la pésima distribución de las cargas fiscales que se deriva de nuestro sistema fiscal y su irregular cumplimiento.

Supongamos que en una gran caja fuerte acorazada pusiéramos el importe del 15% del PIB en que se cifra el exceso de nuestro fraude fiscal sobre la media de los países europeos desarrollados, por culpa de la economía sumergida; añadamos la fiscalidad perdida por el dinero que huye del país hacia los paraísos fiscales cada año; incorporemos el impuesto sobre las rentas de los que trabajan en B, y las cotizaciones sociales que recaen sobre ellos y las empresas; incorporemos las cuotas de los impuestos sobre la banca que no terminan de implantarse; añadamos las cuotas tributarias de las sicav que debieran liquidarse anualmente, pero que se quedan pendientes sine die, hasta que se realicen las transmisiones de los títulos; los impuestos perdonados; el dinero que se pierde por no gravar al submundo de la droga y de la pornografía, las prebendas inmerecidas a las fundaciones cuyo proceder no responde con su objeto social, las deducciones y beneficios fiscales sin sentido, etc.

Si el importe recuperado por tales conceptos lo añadiéramos a los ingresos presentes, el país resurgiría de sus cenizas. Se podrían reducir los altos tipos impositivos que atenazan a los que de verdad pagan. Se podrían mejorar los impuestos que gravan al trabajo, reducir las excesivas cotizaciones sociales, acabar con el impuesto sobre el patrimonio cuando los titulares soportan un proporcionadazo impuesto sobre sus rentas, y no aplicar el impuesto sobre sucesiones y donaciones entre cónyuges y familiares de primer y segundo grado. Se eliminaría la mal llamada plusvalía municipal porque ya tributa en renta; y cabría moderar el IBI sobre la vivienda habitual, y flexibilizar las valoraciones catastrales impidiendo su avance a contracorriente del valor de mercado: porque cuando este baja, las cuotas suben.

Si todo ello se hiciera, si para todos fuese un bien protegible el Tesoro público, los impuestos recuperarían su papel fundamental. Y los que pagan por todo, pagarían algo menos y recibirían más; y los que tanto defraudan, sin pagar por casi nada y quejándose sin cesar, se seguirían quejando, pero aportarían como cada cual: siempre, según su capacidad. Ahora, cuando todos los partidos hablan de reformar los impuestos, conviene que quede claro qué es lo que debería cambiar. Así lo percibo yo, aunque pueda parecer un sueño muy difícil de lograr. Y como tal se lo cuento.

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