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Opinión | Aprendiendo de nuestros errores

Sí al libre comercio, no al TTIP

Sí al libre comercio, no al TTIP p. seeger/efe

Hace unos días, el presidente del Parlamento Europeo, Martin Schulz, suspendió la votación sobre el acuerdo de Asociación Transatlántica sobre Comercio e Inversión (ATCI) entre la UE y EE. UU., más conocido por sus siglas en inglés TTIP. La explicación oficial de tal suspensión, fue que se habían presentado más de doscientas enmiendas al texto que debía someterse a votación, dado que el reglamento prevé que, si se cursan más de cincuenta, puede devolverse a la comisión correspondiente. Hay quienes, detrás de este aplazamiento, ven una triquiñuela de los defensores del tratado, destinada a evitar una más que posible derrota, ante la contingencia de una división en el grupo socialdemócrata de la cámara.

El TTIP es un asunto de gran trascendencia para las ciudadanías europea y estadounidense, que no está teniendo el nivel de información y debate público que merece.

En junio de 2013, el Consejo Europeo acordó las directrices relativas a la negociación del tratado. El documento conteniéndolas fue «clasificado», por lo que permaneció secreto durante más de un año, hasta que una filtración aconsejó su desclasificación. El objetivo declarado del Acuerdo es «aumentar el comercio y la inversión entre la UE y los EE. UU., haciendo realidad el potencial sin explotar de un auténtico mercado transatlántico que genere nuevas oportunidades económicas de creación de empleo y crecimiento».

Se trataría del acuerdo comercial bilateral más ambicioso negociado, a nivel mundial, hasta el momento: alcanza a más de 800 millones de ciudadanos, más del 50 por ciento del PIB global y a una tercera parte del comercio mundial. Un estudio realizado por el Centre for Economic Policy Research, de Londres, resalta los enormes beneficios de la liberalización del comercio entre los EE. UU. y la UE, no solamente para ambos bloques comerciales, sino para el conjunto de la economía mundial.

Un primer aspecto del proyecto de Acuerdo es el desarme arancelario total. Como media, la tarifa que impone la UE a las mercancías norteamericanas es del 5,2 por ciento, mientras que el arancel estadounidense para las europeas es el 3,5 por ciento. No obstante, esos aranceles medios ocultan diferencias importantes para algunos bienes concretos. En todo caso, los aranceles actuales son relativamente bajos, por lo que las ventajas procedentes de su eliminación no serían muy significativas; por ello quiere irse mucho más allá, modificando las regulaciones.

Sin duda, las normas se han utilizado, en muchas ocasiones, como barreras no arancelarias al comercio y, por tanto, los mayores beneficios del acuerdo, en su caso, procederían precisamente de su eliminación. En general se trata de normas que, en principio, se han dictado para proteger, en su sentido más amplio, a los consumidores, lo que es perfectamente defendible. Pero no es menos cierto que, en términos reales, en muchas ocasiones se han dictado como un sistema de protección encubierta de la producción nacional.

Si, por ejemplo, existen normativas distintas, a los dos lados del Atlántico, para un mismo fin y éste es sincero, resulta evidente que su no armonización supone una carga burocrática que introduce costes y dificulta el comercio. Pero puede suceder que las diferencias normativas tengan su origen en divergencias más profundas sobre el valor que, en cada uno de los espacios económicos, se le da a cuestiones tan importantes como la salud, el medioambiente o los derechos de los trabajadores, en cuyo caso, una hipotética armonización, si se realiza para relajar determinadas exigencias, derivaría en una pérdida evidente de la calidad de vida de los ciudadanos, que verían mermados sus derechos. Volvemos a enfrentarnos a un dilema para el que, al menos de momento, no somos capaces de encontrar solución: un mundo cada vez más interrelacionado, que carece de un sistema de gobernanza global.

Junto al complejo problema que constituye la forma en la que pueda acordarse la eliminación de las barreras regularorias, se produce otro de importancia no menor, representado por las cláusulas relativas a la protección de los inversores extranjeros (ISDS por sus siglas en inglés). Es normal y razonable que se proteja a los inversores frente a la posible arbitrariedad de un gobierno que, en el extremo, pueda incautarse de sus bienes sin justificación alguna. Pero somos muchos los que tememos que los términos en los que se quiere plantear este asunto en el TTIP vaya mucho más allá, y que de dicha protección al inversor se puedan derivar otro tipo de perjuicios y, además, porque para resolver posibles disputas se pretende obviar la intervención de los sistemas judiciales nacionales, recurriendo a mecanismos internacionales de arbitraje de naturaleza privada.

Existe suficiente literatura económica y, más aún, evidencia empírica, que demuestran las bondades del libre comercio, porque incrementa el PIB de las áreas económicas que participan del mismo en la magnitud suficiente como para, a través de la intervención correctora del sector público, se pueda compensar a aquellos que, regional o sectorialmente, se vean perjudicados por el mismo. Esto es difícilmente discutible y, por tanto, no es racional oponerse al libre comercio.

Sin embargo, al hablar del TTIP es lícito preguntarse si realmente estamos hablando de comercio libre o de otras cuestiones que van mucho más allá, y que afectan tanto a cambios regulatorios, con objetivos nada claros, a posibles excesos en la normativa que protege la propiedad intelectual „y que, más allá de incentivar la innovación, pueden incidir en la disponibilidad, por ejemplo, de fármacos en los países menos desarrollados o en el coste público de su suministro„ o a la libre capacidad de los gobiernos democráticamente elegidos para regular la protección del medioambiente o la seguridad alimentaria, si con los mismos las grandes corporaciones inversoras entienden que se perjudican sus beneficios presente y futuros, que podrían demandar a un Estado no ante los tribunales ordinarios de justicia, sino ante un proceso privado de arbitraje.

Cuando la mayor parte de los documentos elaborados para el Acuerdo no son fácilmente accesibles incluso para los parlamentarios europeos que han de votarlos, que se ven obligados a suscribir cláusulas de confidencialidad sobre su contenido si quieren estudiarlos, solamente se puede generar desconfianza.

Así las cosas, uno puede decir, sí al libre comercio, pero no a este TTIP.

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