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Examen de conciencia

El fin de un año no es mal momento para hacer «examen de conciencia». Al término de 2017, el gran reto al que se enfrenta este mundo globalizado sigue siendo la desigualdad.

La desigualdad tiene distintas caras. Desde el punto de vista económico, dificulta el crecimiento y la creación de empleos dignos. Las enormes diferencias de rentas entre los que más reciben y los que menos, y los elevados niveles de paro y de subempleo, restringen la demanda efectiva y perjudican la innovación. Esto ya lo dicen instituciones multilaterales --hasta hace poco muy reacias a hablar de desigualdad-- como el Fondo Monetario Internacional (FMI) o la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), nada sospechosas de manifestaciones progresistas.

Desde la perspectiva política, la desigualdad mina la confianza social, hasta destruirla, y acaba con el apoyo a las instituciones democráticas, tal y como han venido demostrando los diferentes procesos electorales de los últimos años; en algunos casos, consiguiendo que las alternativas populistas, de dudosa calidad democrática, vencieran, como en el referéndum del Brexit o en la elección presidencial estadounidense. En otros, mostrando unos crecimientos espectaculares, en Francia, Holanda, Alemania, o Austria. La ausencia de compensaciones para los perdedores de la globalización ha hecho que éstos pasen factura.

Sin duda, las desigualdades han crecido como consecuencia de la crisis financiera internacional y de la Gran Recesión que la siguió, pero no son la causa de éstas. De hecho, la desigualdad es uno de los orígenes de la propia crisis financiera. Raghuram Rajam, entonces Economista Jefe del FMI, puso de relieve, en la conferencia anual de banqueros centrales en Jackson Hole de 2005, que las respuestas políticas a la desigualdad estaban generando importantísimos riesgos para el sistema financiero, por lo que era necesario cambiar de rumbo. Lo que Rajam llamó «la trampa del crédito» es el origen de los problemas que estallaron en 2007/2008. Desde los años 80 del pasado siglo los salarios han crecido muy poco, claramente por debajo de la evolución de la productividad y, además, ha ido aumentando la inseguridad laboral, poniendo en cuestión algo que, nos guste más o menos, preocupa a las clases medias: el consumo. Y una forma, aunque engañosa, de mantener el consumo, es ampliar y facilitar el crédito; lo que inicialmente podía parecer pequeño y relativamente insignificante se convirtió en una gran amenaza que terminó por explosionar. Ni que decir tiene que no se hizo mucho caso de las predicciones de Rajam.

El origen fundamental de la creciente desigualdad, que ha ido construyéndose durante las últimas décadas, es la destrucción de empleo, la proliferación de puestos de trabajo «atípicos», el debilitamiento de la negociación colectiva, el aumento de los trabajos temporales y la congelación salarial, todo ello como consecuencia de la desregulación de los mercados laborales que ha deteriorado notoriamente las condiciones de trabajo y de vida de amplias capas de la población. Y para que todo esto último haya sido posible, la globalización ha tenido algo que ver.

Resulta evidente que la globalización económica ha dejado desprotegidos a algunos sectores industriales tradicionales, pero responsabilizar de ello al comercio y a la apertura de los mercados a nivel mundial, es una enorme simplificación que aprovechan los populistas para mentir a la población. Como norma general, el comercio genera beneficios globales, por lo que renunciar a él es volver a un pasado en el que se vivía peor. Cuestión distinta es que el comercio genera «ganadores y perdedores» y, anteriormente, las decisiones de política económica hicieron posible que los ganadores compensaran a los perdedores; aun hoy, hay países en los que se mantiene esa filosofía, si bien es cierto que escasean.

La conclusión a la que debiéramos llegar es que es un error ir contra la globalización, pero que se hace necesario que las políticas económicas y sociales corrijan los efectos que la misma produce sobre la creciente desigualdad; ésta, de forma cada vez más amplia, no sólo humilla a los pobres, por el hecho de serlo, sino que también resulta perniciosa por sus efectos colaterales sobre la inversión, el empleo y el crecimiento económico.

Europa y, en particular España, están sufriendo este aumento de la desigualdad. Entre 2008 y 2013 la desigualdad entre la renta disponible de las familias europeas aumentó en dos tercios, y no solamente en los países periféricos del sur, que también, sino en algunas naciones tradicionalmente más igualitarias, como Alemania. En España, entre 2008 y 2015, el índice de Gini aumentó casi dos puntos, lo que nos sitúa entre las economías europeas más desiguales.

En este contexto, y considerando que la equidad forma parte de los valores europeos, no es de extrañar que el Parlamento Europeo adoptara, el 15 de noviembre último, una Resolución para instar a la Comisión Europea y a los Estados miembros a que adopten medidas para luchar contra las desigualdades.

Esta resolución tiene un indudable valor moral y sería deseable que tuviera efectos prácticos, lo que parece más dudoso.

La Resolución del Parlamento Europeo pone de manifiesto que, según la OCDE, desde la década de 1980 se ha producido un aumento constante de la desigualdad en los países desarrollados, con independencia del ciclo económico en el que nos hayamos encontrado.

El problema es que la desigualdad tiene muchas facetas, que van más allá de las cuestiones estrictamente monetarias, condicionando la igualdad de oportunidades, el acceso al trabajo digno, con riesgos para la salud y el bienestar de las personas, dando como resultado una baja productividad económica.

Las sociedades con mayores desigualdades de renta tienen tasas más altas de mala salud, en muchos casos asociadas a la obesidad, y también de violencia, con porcentajes más elevados de homicidios y encarcelamientos. Esto sucede en países en los que nunca pensaríamos, como EE UU. Además, la desigualdad a lo largo del ciclo vital se refleja, lógicamente, en una caída de la esperanza de vida.

El Parlamento Europeo considera, con razón, que la desigualdad tiene solución y que ello depende de los responsables políticos, que deben adoptar medidas para corregirla a nivel estructural. Sugiere hasta un total de 70 medidas para caminar en la dirección correcta, divididas en siete bloques: Establecer una coordinación de las políticas europeas para luchar contra la desigualdad; Medidas para impulsar la creación de trabajo decente y empleo de calidad; Mejorar las condiciones de trabajo y vida; Fortalecer el estado de bienestar y la protección social; Luchar contra la pobreza y la exclusión social; Lograr un equilibrio de género que sea real; y Modernizar los sistemas impositivos.

Estamos ante un problema dramático que no deja de crecer. Aunque sólo fuera por egoísmo, si queremos que no estalle, hace ya algún tiempo que debiéramos estar «manos a la obra».

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