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El jardín de los abuelos del coronavirus

El jardín de los abuelos del coronavirus

Qué frenética ha sido esta segunda semana del estado de alarma y no sólo porque el lunes los delincuentes que no se confinan me robaran el navegador del coche o porque el martes de madrugada un policía me diera el alto cuando volvía a casa del trabajo. Quería decirme, preocupado por mí y sin multarme, que circulaba sin luces, que mi vehículo era oscuro y que debía tener cuidado por si otro conductor no me veía. Como si me fuera a cruzar con alguien, pensé, a la vez que agradecí hasta el infinito su preocupación que también tenía un punto de sintonía y complicidad trabajadora.

Días frenéticos porque es mucho lo que hay que vivir y contar en esta era de virus y de pandemia, de goteo ininterrumpido de contagios, de fallecidos y de curados. De negocios que cierran y que se abonan a los ERTE. De otros, en cambio, que como los supermercados y los abogados laboralistas viven asentados en el pleno empleo. Frenéticos porque es grande el agotamiento físico, mental y emocional en unas jornadas que descubren versiones de ti misma y de los demás que ni siquiera sabías que existían. Algunas edificantes y otras decepcionantes.

Con todo, lo más intenso ha sido el empecinamiento del virus por golpear a los mayores -sobre todo hombres y con patologías previas-, esa generación que nos precede y a la que tanto le debemos, mucho más que la vida. La devoción que siento por ellos trae a mi memoria estos días un libro que leí el verano pasado, allá por la prehistoria, que no deberían perderse en los tiempos de confinamiento: Un jardín en Brujas, de Charles Bertin. La obra del autor belga, autobiográfica, rememora los veranos de su infancia que siempre pasaba con su abuela, Thérèse-Augustine, en una casa con jardín, el jardín de la memoria. Año a año, ella es su compañera de aventuras, cómplice en las primeras lecturas, fuente de energía y referente moral. Esa persona de la que se nutre cuando necesita magia y tesón. La abuela comprometida con su tiempo y con la vida de las demás mujeres, humilde y poderosa a la vez, que a los 70 años retomaba las clases para poder ayudar a su nieto con los deberes. La que le enseñaba a fuerza de dar fe, mediante su ejemplo, «que la acción debe permanecer hermanada con los sueños»...

La carta de despedida a modo de epílogo, escrita por Bertin con Thérèse-Augustine ya fallecida, carece de melancolía barata y puede, sin duda, servir como homenaje para todos los mayores del coronavirus. «Cuando era niño, me enseñaste que bastaba cerrar los ojos y los puños con toda el alma cuando se deseaba algo con intensidad. He cerrado los ojos y estoy apretando los puños con tanta fuerza que me duelen los nudillos. ¡Ay, mi abuela adorada, ¿cuándo me harás la señal que tanto anhelo?¿Cuándo se acabara la distancia que nos separa?». No me digan que no es bello el vínculo que unía al escritor belga con su añorada Thérèse-Augustine.

Va por ella, que tenía la misma energía que un niño, y por su pequeño jardín de la memoria, como el de todos los abuelos del coronavirus.

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