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Juan Gil-Albert: Julio de 1937

Ochenta años después de celebrarse en nuestra ciudad, y en Madrid, Barcelona y París, el Segundo Congreso Internacional en defensa de la Cultura, Guillermo Carnero realza la figura de Juan Gil-Albert, quien junto a otros artistas y escritores de la talla de Miguel Hernández, Emilio Prados o Ramón Gaya, defendió la libertad de creación y el compromiso auténtico frente a los intelectuales prosoviéticos que propugnaban un arte de combate, agitación y propaganda.

Juan Gil-Albert: Julio de 1937

El Primer Congreso en defensa de la Cultura se celebró en París entre el 21 y el 25 de junio de 1935, en el marco de la política de Frente Popular (unión de comunistas, socialistas y demócratas de izquierda y centro frente al Nazismo y el Fascismo), y su asunto principal fue el modelo político y económico soviético, y el Realismo Socialista. Realismo Socialista significa que el objetivo del arte comprometido ha de ser fomentar la lucha de clases, adoptando el realismo como vía de difusión mayoritaria del mensaje ideológico, y sometiendo el discurso artístico a las directrices del Partido Comunista. En el París de 1935, lo uno y lo otro tuvieron por portavoces a Ilya Ehrenburg y Máximo Gorky junto a una colección de rusos amaestrados, varios de los cuales fueron años después asesinados en el gulag. La propaganda prosoviética contó también con complacientes compañeros de viaje, como Malraux y Gide. André Breton, líder del movimiento surrealista, era una presencia ineludible en aquel congreso de 1935, del que fue sin embargo excluido, por no plegarse a las directrices soviéticas. Aquel mismo año publicó Posición política del Surrealismo, donde rechazaba el Realismo Socialista y denunciaba la insuperable contradicción del auténtico artista de izquierdas que se topa con la exigencia de un arte académico obsoleto, realista al modo decimonónico y de propaganda.

Al terminar el Congreso de 1935 -donde la sensatez y la honestidad cupieron a Breton, antecedente de lo que será después la actitud de Gil-Albert- se constituyó la Asociación Internacional en defensa de la Cultura (AIDC), que asumió la tarea de convocar el próximo. Se celebró en España porque las tribulaciones de la Segunda República, incluso antes de la sublevación militar de julio de 1936, la designaban como referente de la solidaridad de la izquierda internacional. Y en concreto en Valencia porque nuestra ciudad fue la capital de la República durante un año. En noviembre de 1936 el frente se aproximó tanto a Madrid que el día 6 el Gobierno se trasladó a Valencia, hasta los primeros días de noviembre de 1937, cuando pasó a Barcelona. Junto al Gobierno vino a Valencia un selecto grupo de escritores, científicos y artistas, que fueron instalados en el Hotel Palace, en la calle de la Paz, convertido en Casa de la Cultura bajo la presidencia de Antonio Machado.

Si Valencia fue durante un año la capital política de España, durante quince días, gracias al Congreso de 1937, fue la capital cultural de Europa, bajo una avalancha de políticos y escritores que se concentraban en la calle de La Paz, en el Café del Siglo (esquina a la Plaza de la Reina, entonces de la Región Valenciana) y en el Ideal Room (Paz 19, esquina a la calle Comedias, entonces Máximo Gorky).

En aquella Valencia, como en toda Europa, se vivieron las tensiones derivadas del sectarismo comunista, entonces empeñado en eliminar a los anarquistas, los llamados trotskistas (especialmente el Partido Obrero de Unificación Marxista o POUM) y cualquier persona considerada sospechosa o molesta. En Valencia se cometió uno de los muchos crímenes políticos típicos de aquella tesitura en la persona de un contertulio del Ideal Room, José Robles Pazos, traductor de John Dos Passos. Sus conocimientos de la lengua rusa lo llevaron a ser intérprete del general Vladimir Gorev, y por alguna intriga relacionada con esa actividad, Robles desapareció en diciembre de 1936 sin dejar rastro.

A fines de 1936 llegó también a Valencia una parte considerable del patrimonio artístico español, en una operación cuyo responsable último fue José Renau, nombrado Director General de Bellas Artes el 10 de septiembre de 1936. Renau intervino decisivamente en la gestión del Pabellón Español en la Exposición Internacional de París de 1937, para el que encargó a Picasso el Guernica. Antes de eso se ocupó del traslado desde Madrid a Valencia de colecciones del Museo del Prado, el Escorial, Aranjuez y otras procedencias, que se almacenaron en las Torres de Serranos y el Colegio del Patriarca.

No parece evidente la razón de ese traslado, supuestamente destinado a proteger las obras de arte. Se dice que la aviación sublevada bombardeaba museos y edificios artísticos, cuando la realidad es que, si cayó en ellos alguna bomba, estaba destinada a los muchos edificios de interés militar que se encontraban en el centro de Madrid. Cabe preguntarse si era preferible trasladar las obras de arte por carretera y en condiciones muy precarias, y en qué medida era Valencia un lugar seguro. El puerto era esencial para la exportación y la recepción de suministros y material de guerra ruso, y por eso puerto y ciudad fueron objeto constante de bombardeos aéreos y navales desde Mallorca.

El contexto del traslado a Valencia plantea una sospecha difícil de ignorar: acaso no se trataba de proteger el patrimonio artístico, sino de mantenerlo en manos de un Estado que quería disponer de su valor material, en el marco de las necesidades de la guerra y del eventual exilio. Cómo entender de otro modo el traspaso de las competencias en materia de patrimonio artístico y cultural al Ministerio de Hacienda por «decreto reservado» (es decir, sustraído a las Cortes) de 9 de abril de 1938. Cómo justificar la requisa, manu militari y sin inventario, de las colecciones numismáticas del Museo Arqueológico Nacional el 4 de noviembre de 1936, una de las mayores pérdidas del patrimonio español durante la guerra civil: 2.800 monedas de oro griegas, romanas, bizantinas, árabes, visigodas y de otras épocas, con un peso aproximado de 17 kgs. y un valor numismático incalculable. Cómo entender el tren de 22 vagones cargados de obras de arte que llegó a Ginebra el 13 de febrero de 1939, y cuyo contenido, tras diversas peripecias, fue entregado por la Sociedad de Naciones, el 30 de marzo, al Gobierno del general Franco, y que, tras ser en parte expuesto del 1 de junio al 31 de agosto, regresó a Madrid el 9 de septiembre.

Volvamos a 1937. Entre el Primer Congreso de París y el Segundo de Valencia se habían producido importantes novedades que modificaron la percepción occidental del comunismo y el estalinismo. Gide, el defensor incondicional de la URSS en 1935, fue invitado a visitarla en el verano de 1936, para participar en los funerales de Máximo Gorky. A su regreso a Francia publicó Retour de l´URSS (Regreso de la URSS) aquel mismo año de 1936, y Retouches à mon retour de l´URSS (Retoques a mi regreso de la URSS) en 1937, donde presentaba una visión poco idílica del paraíso estalinista. Escribió: «Dudo que en ningún otro país, ni siquiera en la Alemania de Hitler, exista espíritu menos libre, más doblegado, más temeroso y aterrorizado». Ambas obras se tradujeron el mismo año de su aparición en Buenos Aires, y eran conocidas en Valencia, lo mismo que las denuncias de Breton sobre la verdadera naturaleza del sistema soviético y la dictadura de Stalin.

Por otra parte, empezó a saberse de los llamados «Procesos de Moscú», farsas seudojudiciales en las que, entre 1936 y 1938, Stalin se deshizo de la vieja guardia de la revolución, fundamentalmente Grigori Zinóviev, Lev Kaménev y Nikolái Bujarin. Los asistentes al Congreso de Valencia tenían conocimiento de los dos primeros procesos (agosto de 1936 y enero de 1937) a través del periódico La Batalla del POUM, cuyo líder, Andreu Nin, había sido secuestrado y asesinado en junio de 1937. También de dos obras en las que Trotsky denunciaba el estalinismo: La révolution défigurée (La revolución desfigurada), París, 1929, y el tomo primero de La révolution trahie (La revolución traicionada), París, 1936. La revolución desfigurada había sido traducida por el valenciano Julián Gorkin (Julián Gómez García) el mismo año de su aparición.

En el Ayuntamiento de Valencia comenzó el Congreso el 4 de julio con un discurso del presidente del Gobierno, Juan Negrín. Continuó en Madrid entre el 6 y el 8, pasó a Barcelona el 12 y concluyó en París los días 16 a 18. El 5, 9, 11 y 13 fueron días de viaje, y el 14 y el 15 de descanso en París. El 26 de abril se había producido el bombardeo de Guernica, y Bilbao había caído el 19 de junio. La Carta colectiva de los obispos españoles se había firmado el 1 de julio, y mientras se celebraba el Congreso tenía lugar, entre el 6 y el 26 de julio y a 28 kms. de Madrid, la batalla de Brunete.

Los defectos de 1935 se repitieron, corregidos y aumentados, en 1937: los discursos fueron estereotipados, retóricos y de intención propagandística. Novedades de 1937 fueron el elogio sistemático de Stalin, la condena de Trotsky y la exclusión de André Gide; el dudoso honor de censurarlo cupo a José Bergamín en su discurso del día 8 en Madrid. Se distribuyeron en el Congreso el Romancero general de la guerra de España y Poetas en la España leal, y el 4 de julio se representó Mariana Pineda dirigida por Altolaguirre, participando como actor Luis Cernuda. En el teatro se distribuyó el Homenaje al poeta García Lorca contra su muerte.

Juan Gil-Albert fue secretario de la sección valenciana de la AIDC y del congreso de 1937, y cofundador a fines de 1936 de la revista Hora de España. Participó en las actividades de la AIDC en las tres provincias valencianas, sobre todo en las que se celebraban en la ciudad de Valencia, como el homenaje a Méjico y la URSS, el 8 de noviembre de 1936 en el Teatro Principal, tras el cual el Paseo al Mar recibió el nombre de Avenida de la URSS, y la Avenida Navarro Reverter el de Avenida de Méjico. El 19 de noviembre leyó uno de sus romances de guerra en el acto literario celebrado en el teatro Olympia, junto a Ehrenburg, Tzara, Altolaguirre y Ángel Gaos. El 3 de diciembre de 1936 salió en Valencia el nº 1 y único del periódico El buque rojo, uno de cuyos editores era Juan. Intervino en varias ocasiones en la tribuna instalada en la plaza de Emilio Castelar, de la que hacían uso los miembros de la Casa de la Cultura.

Al convertirse en uno de los intelectuales valencianos más activos en el ámbito de la acción cultural republicana, Juan Gil-Albert demostró haber evolucionado considerablemente desde su entrada en el ruedo literario, en 1927. Formó parte de «la España leal» a la República, colaboró en las publicaciones periódicas Hora de España y El Mono Azul, y en las colecciones colectivas Poetas en la España leal, Romancero general de la guerra de España y Homenaje de despedida a las Brigadas Internacionales; y publicó dos libros de poesía comprometida y de combate: 7 romances de guerra (1937) y Son nombres ignorados (1938).

Sobre el congreso de Valencia flotaba el malestar, distintivo de la época, relativo a la obediencia al Komintern de los intelectuales y artistas, que suponía la desaparición de la libertad de pensamiento y de creación en nombre de la acción política partidista, y la degeneración de la obra de arte en instrumento de lucha y propaganda. El asunto dio lugar a un debate, en el que Gil-Albert se vio envuelto, junto a Ramón Gaya y frente a José Renau, antes del congreso y durante el mismo, y su actitud, la de todo el grupo de Hora de España al que Juan pertenecía, fue la mejor y la más digna.

Sobre ese telón de fondo cobra sentido la Ponencia colectiva, firmada por Ramón Gaya, Gil-Albert, Miguel Hernández, Emilio Prados y otros, que se presentó al congreso de 1937, donde fue leída por Arturo Serrano Plaja el día 10 por la mañana, en Valencia. A pesar de la extrema prudencia de sus enunciados era una verdadera carga de profundidad, y así fue tratada en las publicaciones que el Partido Comunista controlaba: apareció con cortes sumamente significativos en Nueva Cultura de junio-julio de 1937, y su publicación en El Mono Azul, prevista en varios números sucesivos, se interrumpió en agosto de 1937 en la segunda entrega; pero pudo aparecer íntegra, como encarte, en el número de agosto de 1937 de Hora de España. Sin exageración ninguna puede y debe decirse que la Ponencia es el texto de más altura intelectual entre los que que produjeron los Congreso de 1937 y 1935.

Según la Ponencia, el arte de propaganda consiste en un repertorio previsible de asuntos, cuya exhibición no requiere convicción ni sinceridad. Entre líneas se nos dice que la ortodoxia artística de la Rusia estalinista era retrógrada en términos estéticos y ambigua en términos ideológicos, al eludir la autenticidad del artista privado de libertad. Esa autenticidad, prosigue la Ponencia, radica en que el arte se produzca «con igual pasión que la aportada por Bach al Cristianismo y por Chopin al Romanticismo», de tal modo que la realidad política esté «en coincidencia absoluta con el sentimiento y con el mundo interior de cada uno», al venir la motivación ideológica a «coincidir absolutamente con la definición becqueriana de la inspiración poética». La conclusión no podía ser más que ésta: «Todo cuanto sea defender la propaganda como un valor absoluto de creación nos parece tan demagógico y tan falto de sentido como defender el arte por el arte». La Ponencia trataba de los problemas, permanentes hasta hoy, del arte al servicio de la política, y sus autores, entre ellos Juan Gil-Albert, les dieron su mejor solución.

El Congreso de Valencia y el pabellón español en la Exposición Internacional de París fueron las dos iniciativas culturales que se propusieron, en 1937, el fomento de la solidaridad internacional con la España republicana. Así, Valencia y París vinieron a ser los dos polos, equiparables por un momento, de la imagen internacional de aquella España en la que se representaba la obertura de la Segunda Guerra Mundial.

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