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La diferencia

La diferencia es una característica que las especies animales acogen con manifiesta hostilidad. Suelten un bicho que han criado en casa en medio de sus congéneres salvajes y lo más probable es que lo agredan, cuando no que lo maten. Por eso los experimentos de retorno a la selva de animales criados en cautividad casi siempre han salido mal. Ocurrió con los chimpancés que fueron educados como bebés y a los que se enseñó la lengua de signos en los EE UU. También sucede siempre que los niños recogen animalillos (pájaros, conejos, zorros€) hasta que se cansan de ellos y los devuelven a su antiguo medio natural. No es sorprendente. En el mundo animal no ha lugar a la diversidad en el interior de cada especie porque la lógica de la evolución es que la diversidad se manifieste entre especies distintas.

Pero en lo relativo a la diversidad existe una especie animal peculiar: la nuestra. Gracias a la conciencia y al lenguaje, los animales humanos descubrimos el individuo e instalamos la aspiración diversificadora en el interior mismo de la especie. Cada grupo se esfuerza por ser diferente de los otros y cada persona intenta destacar y diferenciarse entre las de su grupo. El resultado es conocido: lenguas, naciones, culturas, religiones. Hasta el carnaval, tan propio del mes que vivimos, no deja de ser una impostación lúdica de esta misma afición. Sin embargo, al tiempo que humanos, somos animales y la diferencia -que queremos para nosotros, para nuestro grupo y para nuestra persona- la toleramos mal en los otros. Extrañamos (y, a veces, odiamos) a los de otra lengua, otra nación, otra cultura, otra raza, otro sexo, otra religión. A todos nos viene a la memoria el caso extremo del nazismo, pero la tendencia es universal. Mientras Trump propugna la expulsión de miles de hispanos, España se agita por disputas políticas que tienen un claro trasfondo lingüístico y Palestina (esos antepasados nuestros de doble entronque) se ensangrienta periódicamente para vengar sus diferencias raciales y religiosas.

Todos estos fenómenos son reaccionarios, remontan a nuestro pasado evolutivo, pero, querámoslo o no, están ahí. Por eso son tan importantes los movimientos que desafían la llamada del instinto e intentan domarlo con la cultura, que es el cultivo de las cualidades humanas. El día de hoy, 3 de marzo, está situado entre dos de estos acontecimientos de rebeldía cultural: el 25 de febrero hubo una manifestación a favor de los refugiados, el 8 de marzo es el día de la mujer y se esperan numerosas movilizaciones. Muchos pensarán que los actos programados para estas dos fechas no guardan demasiada relación entre sí porque solo se fijan en lo aparente: en que los refugiados mueren a centenares durante el viaje y luego son amontonados en campos de concentración; en la tragedia de las mujeres, a las que se discrimina laboralmente, se acosa sexualmente y se menoscaba socialmente para acabar encerrándolas en casa, eso sí, colmándolas de elogios. Pero, mirándolo bien, el problema es el mismo, es un problema de incultura: refugiados y mujeres son distint@s de nosotros, españoles varones, y no les perdonamos la diferencia. Lo cual no quiere decir que no nos aprovechemos de ella: para pagarles salarios basura, para inflar nuestra autoestima, para garantizar nuestro bienestar, l@s necesitamos y nunca prescindiríamos de ell@s.

La contradicción se resuelve a base de frases hechas, de estereotipos que encarnan la llamada «sabiduría popular», la cual a menudo se queda en simple incultura. Ya saben: «seres de cabellos largos e ideas cortas», «el reposo del guerrero», «el sexo débil», todo eso dedicado a la mujer. O «situación irregular», «sin papeles», «ilegales», hablando de inmigrantes. Es un disparate: «todas las grandes culturas surgieron a partir de formas de mestizaje», en feliz frase de Günter Grass; a lo que yo añadiría: también del mestizaje de la pareja humana, la célula primigenia de la sociedad.

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