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Titulitis

Sí, es lo que se imaginan: ¡una columna más a propósito del máster de Cifuentes! Sin embargo, antes de que salgan huyendo, les adelanto que la presente columna no va sobre Cifuentes (cuya realidad acaba de superar la ficción con el famoso vídeo del supermercado). La columna va sobre la extraña manía de nuestros políticos de adornarse con plumas más o menos superfluas (y en este caso, además, adventicias). Sospecho que como esta gente no son precisamente de lo más escogido de la sociedad española, y a las pruebas me remito, para ser justos habría que decir que su comportamiento resulta de lo más común y no me sorprende lo más mínimo.

Veamos. Unos conocidos míos están metidos en el lío de organizar la boda de una hija y cada día me cuentan y no acaban. Cuando no es el vestido (de la novia, de la madrina, de los invitados?), que casi todos llevarán una sola vez aunque les cueste un ojo de la cara, es la movida de las tarjetas o de los coches de alta gama o de las flores o de las velas o de la música o de los regalitos? Todo sea por el honor de la familia. Cuelgo el teléfono después de una hora larga de terapia con mi amigo organizador de fastos nupciales y me voy a la consulta del médico especialista. Esa es otra. En la sala de espera, donde varios pacientes me miran torvamente para que no se me ocurra colarme, no tengo ánimo para echarle un vistazo a las revistas de alto contenido intelectual que hay sobre la mesa y dejo resbalar la mirada por las paredes. No queda un centímetro libre sin que lo cubran títulos, orlas y diplomas. Mi médico me hace saber silenciosamente que es de la promoción de 1990-1996 y en la foto advierto que de joven tenía una hermosa mata de pelo, lo que me tranquiliza porque quiere decir que se ha quedado calvo de tanto estudiar las enfermedades del estómago y que pondrá fin a mi úlcera sin dilación. Otros papelillos me informan de que hizo un cursillo en la Universidad de Barcelona (claro, una vez me contó que tuvo una novieta catalana), de que le certifican otro en Madison (no queda claro, si era on line) y hasta de que lo nombraron miembro de la sociedad de medicina interna de Ceuta. Bueno, veo que ha viajado mucho y que tiene amigos en todas partes, lo que es un consuelo.

Al salir de la consulta me apresuro a comprarme Estomaquín, un medicamento costosísimo que me acaba de recetar el especialista y cuya base es el carbonato ácido de sodio (no sé, pero ese nombre me suena de algo) y cuando me dirigía a un bar para tomármelo con un poco de agua, me para en seco un maratón que me impide cruzar la calle. Veo pasar a gente sudorosa que mira altivamente al frente proclamando la vergüenza de mi mala forma física por contraste. Son los dioses de nuestro tiempo, émulos de Aquiles el de los pies ligeros. Sus maillots multicolores rutilan al sol, sus calzones de fibra sintética no se arrugan jamás, cada uno lleva colgando extraños adminículos que recuerdan los brazaletes del gladiador, algunos incluso portan capas doradas. Es verdaderamente emocionante. Cuando los corredores pasan por fin, consigo cruzar la calle y veo un casal fallero abierto en el que entro para pedir un vaso de agua y tomarme cuanto antes mi medicina. Lo primero con lo que me topo es un cuadro de honor de la comisión en el que se pormenorizan los títulos de presidente, vicepresidentes, secretario, tesorero, contador, delegado de infantiles y así una docena de nombres junto con las distinciones de que han sido acreedores. Amedrentado, salgo por piernas.

Para qué seguir. Está en la mente de todos el sabio refrán dime de qué presumes y te diré de qué careces. Bueno, pues los políticos presumen de másters; las familias, de posibles; los médicos, de diplomas; los corredores, de atrezzo; y los falleros, de cargo. Qué le vamos a hacer, el ser humano es así. Todo tiene un inconfundible tufillo de quiero y no puedo.

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