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La verdad es fea

La realidad de las cosas, sin literatura, puede que se acerque a la realidad de las cosas, pero resulta mucho más fea por lo general. A la literatura le interesan los «pequeños hechos verdaderos», que no tienen por qué corresponderse con la verdad de los hechos: sobre todo porque la verdad de los hechos nunca resulta inamovible y única, sino que suele depender de cómo se cuenten los hechos que aspiran a instaurarse como verdad.

La literatura es una disciplina cosmética, un ejercicio de maquillaje verbal, que pone un poco de sombra aquí, un poco de hipérbole allá, una pizca de épica en aquel rincón, una limadura de lirismo en el rincón opuesto, una paradoja en mitad del camino, y el resultado es una narración que, si no es enteramente verdadera, suele resultar una verdad al cuadro, una verdad del corazón, que es el órgano en donde se cobijan, de manera simbólica, no sólo el amor, sino también todos los entusiasmos sentimentales.

Más tarde o más temprano, vienen los aguafiestas, los notarios por libre, los historiadores, los partidarios de la grisalla verificable, los que estuvieron allí, y nos dicen cómo fueron las cosas, e insisten en que los Reyes Magos son los padres, y enseñan el doble fondo de la chistera del mago, y nos venden su cabra científica, sin darse cuenta de que todo eso, a nosotros, los enamorados de los cuentos chinos, nos importa un pimiento verde asado.

Las cosas, claro está, nunca son tan heroicas como en los versos de la Ilíada, ni los parlamentos de amor son tan rotundos como en los sonetos de Shakespeare, ni las plegarias alcanzan el vuelo místico del canto de San Juan, ni el escepticismo de la gente corriente tiene la resonancia metafísica de un tal Álvaro de Campos, ingeniero naval y aficionado al opio. El engrandecimiento de las nimiedades de la realidad se lo debemos a la literatura: sin ella, la vida no pasaría de ser la vida, que no es poco, pero que resulta insuficiente para el hombre, ese animal que piensa y canta.

Según parece, el 12 de octubre de 1936, Millán Astray no dijo, en el paraninfo de la Universidad de Salamanca, lo que siempre hemos pensado que dijo, ni don Miguel de Unamuno, viejo, cansado y sabio, contestó al general de la Legión con aquellas palabras mitológicas que constituyen el resumen simbólico con el que la inteligencia y el valor civil se oponen a la fuerza bruta y a veces la derrotan. Según parece, fue Luis Portillo, un joven profesor salmantino que había combatido en la guerra civil y que se exilió en Londres, quien difundió la versión heroica de los hechos, tomándose bastantes libertades narrativas, empezando por el detalle de que ni siquiera estuvo en Salamanca durante los acontecimientos.

La verdad suele ser más fea, más prosaica, menos emocionante. Pero el caso es que para nosotros, los partidarios de la literatura, las cosas seguirán ocurriendo como sabemos que ocurrieron. Millán Astray pronunciará su célebre sentencia nihilista: Muera la inteligencia. Y Unamuno, con su barba blanca de chivo oracular, alzará su voz contra la algarabía fascista: Este es el templo de la inteligencia y yo soy su sumo sacerdote. Venceréis, porque tenéis sobrada fuerza bruta, pero no convenceréis. Y el resto de la leyenda.

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