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Jazz

Chet Baker, el ángel caído

La biografía del músico reconstruye el proceso de autodestrucción del que fuera aclamado como el James Dean del Jazz

Chet Baker, el ángel caído

La madrugada del 13 de mayo de 1998 Chet Baker se desploma desde el segundo piso del Hotel Prins Hendrik de Ámsterdam. Caída fortuita, suicidio o asesinato, como algunas voces especulan, con su trágica desaparición se cumple una vez más esa repetida historia del espectáculo escrita de éxito, declive y tragedia. A partir de ahora, comenzaba la leyenda. La figura del músico, como refleja el documental Let's Get Lost que el fotógrafo Bruce Weber ha rodado poco antes de su muerte, se había convertido en un espectro, el rostro de un hombre moribundo en vida. Nada quedaba de aquella cara llena de ángel y seducción que había enamorado a mujeres y hombres, admirado como el «James Dean del jazz», el rebelde sin causa de la nueva generación jazzista. Adicto a la heroína, una práctica que había iniciado tempranamente en la década de los años cincuenta, Baker lleva desde hace tiempo una desastrosa carrera musical por los clubes de jazz europeos, entre noches milagrosas y demasiadas veladas para olvidar.

Durante seis años James Gavin, un escritor conocido por sus ensayos sobre música, trabaja en la biografía de Chet Baker, Deep in a Dream. La larga noche de Chet Baker (Reservoir Books), entrevistándose con amigos, familiares, amantes, músicos que lo acompañaron, editores, etc. trazando finalmente un voluminoso retrato, la primera y gran biografía del trompetista. Gavin recorre con toda clase de detalles, hurgando en el itinerario vital y artístico, sin florituras ni concesiones, la figura de un artista que había escrito algunas de las páginas más luminosas del jazz para acabar en un proceso de autodestrucción a causa de las drogas. Chesney Henry Baker Jr., su nombre completo, había nacido en 1928, en Oklahoma, creciendo en una familia de origen campesino junto a una madre protectora y un padre alcohólico y maltratador. Después de una juventud bastante discreta como otros muchachos de la postguerra, alcanza la fama en el mundo del jazz en los años cincuenta. Su nombre brilla junto a otras futuras leyendas del jazz, Charlie Parker, Miles Davis, Gerry Mulligan..., entre la nueva generación. Su figura juvenil y atractiva lo convierte en cabeza del cartel del llamado cool jazz de la costa oeste, una forma de depuración del bep-bop practicada por los músicos blancos que conquista a un nuevo público sofisticado y mayoritariamente de raza blanca.

Chet Baker y Gerry Mulligan aparecen entre sus exponentes más populares; juntos forman a principios de los años cincuenta un cuarteto bastante atípico para la época, convirtiéndose de paso en una de las formaciones más famosas dentro del estilo del jazz cool. La revista Down Beat, una de las publicaciones más importantes del jazz, lo señala en 1953 como el mejor trompeta del jazz, por delante de Louis Armstrong, Miles Davis y Dizzy Gillespie, una clasificación que levanta más de una ampolla entre sus compañeros. Algunos músicos negros consideran una vergüenza que Baker sea aclamado como mejor trompetista por delante de Miles Davis. El pianista Horace Silver se burla de ese «jazz afeminado» que practica Baker y que sin embargo «resulta mucho más popular que el jazz con verdadera alma». El mismo Baker toma conciencia de sus limitaciones cuando en 1954 actúa en Nueva York, un encuentro entre la generación jazzística blanca californiana y la «realeza» negra de la Coste Este, que pone de relieve las diferencias abismales entre los dos territorios musicales.

Baker vive su edad de oro, un periodo efímero que apenas dura dos años, seguido de una vertiginosa carrera señalada por el consumo de drogas y el declive profesional. Es ahora el ángel caído que había conseguido que los clubes de jazz se llenaran de jóvenes fans seducidos por esa voz dulce y melancólica. «Todos los sitios en los que tocaba se llenaban de admiradoras con calcetines y mocasines» recuerda James Gavin a propósito de su éxito entre las chicas. «Todas suspiraban a la vez durante My Funny Valentine cuando el principesco trompetista le aseguraba a su poco atractiva amada: «Eres mi obra de arte favorita». Pero Baker no se ve a sí mismo como un símbolo social. «Era solo un chico que quería salir, tocar y tener un coche» escribe Gavin. Buscando nuevos horizontes a finales de los cincuenta desembarca en Europa. «Allí se venera a los artistas autodestructivos» le ha dicho su compañero Gerry Mulligan. En Italia, el país elegido como nueva residencia, Baker continua su carrera musical plagada por todo tipo de accidentes, entre ellos, la entrada en prisión y la adicción a nuevas drogas. «Lo que más me ha intrigado de una figura como Baker -relata Gavin- es como de tanta belleza ha podido acabar saliendo tanta sordidez».

El músico toca fondo a finales de los años sesenta de vuelta a los Estados Unidos. Contratos desastrosos, registros discográficos que pasan con más pena que gloria y una paliza una noche en San Francisco que acabaría destrozándole la boca y, a partir de ahora, obligándole a llevar una dentadura postiza. De nuevo en Europa, el continente europeo señalará los últimos años de su vida. Algunos críticos remarcan ese periodo, a partir de la década de los setenta, como su último renacimiento musical. En Europa, algunos amigos, Jacques Pelzer, Micheline y Michel Grailler, le ayudan a pasar los momentos más sombríos. «La única forma de comunicarte, de tener una relación con él, siempre era a través de la droga» confiesa en el libro una de sus últimas compañeras sentimentales, Ruth Gordon. En esos postreros años Baker recorre los últimos tramos de su carrera sin retorno. «La gente acudía a los conciertos como las personas que esperan a que el trapecista caiga en la pista del circo». Como Judy Garland o Edith Piaf en su momento, el músico despierta esa atracción morbosa que espera ver su desfallecimiento o desplome en la escena, saturado de alcohol y de drogas. Para cuando llegue ese momento, su último vuelo y caída mortal, no habrá ni aplausos ni red protectora.

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