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Margarita en el bicentenario del nacimiento de Charles Gounod

Margarita en el bicentenario del nacimiento de Charles Gounod

Abajo Gounod: queremos Xenakis. Parece que éste era un eslogan de los alumnos del Conservatorio de París en Mayo del 68. De esto hace ahora medio siglo. Y va a hacer dos del nacimiento de Charles Gounod: París 17 de junio de 1818. El «joven» cercano a la cincuentena al que aclamaban los revoltosos, Iannis Xenakis, era rumano de origen griego venido a Francia.

Con su tachismo de brocha gorda sonora y apelando a títulos de la tragedia antigua, Xenakis arrasaba por aquel entonces. Matemático competente, arquitecto colaborador de Le Corbusier, y músico alérgico a los remilgos puntillistas de Boulez y sus adláteres, era el adalid perfecto para instaurar, si no el poder de la imaginación, al menos la imaginación del poder.

Gounod sería, en el polo opuesto, el emblema de una tradición romántica y burguesa. Lo que se dice un músico conservador: ideal para un Conservatorio. Fácil de oír y entender. No agresivo, aunque, por momentos, conmovedor. Respetuoso y respetable. Chapado a la antigua como antes se decía. Como que estuvo a punto de hacerse sacerdote: lo que le dejó tocado de por vida. Pero halló en la lectura del Fausto de Goethe el entretenimiento ideal para sus horas libres en el disfrute de su Primer Gran Premio en Roma, obtenido a los 21 años.

Las almas cándidas de otra época conocían a Gounod por un Ave María, hábilmente compuesta al hilo de los 34 arpegios dobles del Primer Preludio del Clave bien temperado de Bach. Pero a las damas burguesas de superior cultura y adictas a la ópera les había cautivado su Fausto: una peripecia escénica en cinco actos, rica en atractivos varios.

Hay que decir que el Fausto de Gounod es una típica gran ópera francesa, de los pies a la cabeza. Lo que implica que, desde la óptica germánica de la que deriva su argumento, no tiene ni pies ni cabeza. No sin motivo los alemanes prefieren reconocerla por el nombre de su heroína, Margarita. Pues es en ella, y no en el filósofo despechado y rejuvenecido por las artes del Diablo, donde el compositor ha puesto todo su corazón. Y su inspiración de músico, que no es poca. En el triángulo que forman ella, él y el Maligno, ella es la Víctima: es decir, todo.

Suyos son, de hecho, los cinco actos del drama. En el primero, su aparición mágica es la que resuelve a Fausto para que pacte con el Diablo. En el segundo, éste propicia su encuentro con el doncel incauto. En el tercero ella se entrega a él. En el cuarto ella reza consumida por los remordimientos. Y en el quinto purga en prisión el haber liquidado a su hijo tras haberse vuelto loca: pero muere antes de ser llevada al patíbulo. En vista de lo cual, Mefistófeles la declara jugée: condenada Pero un coro de ángeles le contradice y canta sauvée: salvada.

Un precioso cuento y un perfecto disparate. Pero ¿acaso la ópera no lo es en sí misma? La de Gounod es ejemplo resplandeciente de un género cuyo sentido lírico-dramático se halla en la música bajo la especie del canto. Verdi lo supo apreciar con el rigor de un colega versado en las mismas lides y en el mismo tiempo: le llevaba solo cinco años. Careciendo de aptitudes propiamente dramáticas, el francés, según el italiano, se salva (como Margarita) por la pureza y la autenticidad de su inspiración melódica. Ése es su don: irresistible.

El que lo ha hecho popular en el mundo. Y universal, como suelen serlo las emociones. Y a la vez, conservador. Blanco inevitable de las iras del 68. Decaídas las cuales con o sin razón, las razones del corazón, que la razón no conoce, se imponen y se resisten a sucumbir al vaivén de los tiempos. El Fausto de Gounod es música genuina: y su autor un músico como la copa de un pino. Veleidoso, sí, y desigual en sus afectos e inspiraciones. Pero cautivador y contagioso como pocos por la frescura de sus melodías: de amor o de farsa, apasionadas o burlescas.

Porque ni que decir tiene que el Diablo es el bufón. Y que, gracias a sus hechicerías, la escena se anima a cada paso con efectos especiales de segura eficacia. Y el autor no se queda corto a la hora de servir, a Mefistófeles y a Margarita, oportunidades de canto en ambas claves, lírica y grotesca. En cuanto al joven Fausto ¿qué esperar de él, si su alma la lleva el Diablo?

El Diablo y la Danza. En ésta, como buen francés, Gounod es invencible. Sea al servicio de una kermesse popular, sea para ilustrar una Noche de Walpurgis que más parece un manual de historia que un aquelarre de leyenda, el espíritu de la danza recorre la partitura entera con una elegancia digna del mejor Rameau y sus ballets de cour. Lo dicho: para enamorar.

Y un ejemplo para concluir. ¿Cabe algo más ridículo que el que la protagonista deshoje la flor que lleva su mismo nombre?, ¿o es al revés? cuando se pregunta si él realmente ¿la quiere, o no la quiere? Pues bien: la música salva el paso de lo ridículo a lo sublime sin que a nadie que la escuche se le mueva otro músculo que los del corazón. La Música obra milagros.

¿Acaso no es un milagro el que algo tan banal como un cofrecillo, lleno de joyas y un espejo, el que Fausto obsequia a Margarita por consejo de Mefistófeles, haya dado lugar a una de las arias de ópera más bellas y famosas de su historia: el Aria de las joyas? Es un alarde de virtuosismo vocal y, a la vez, de escritura sabia y ritmo nervioso. Una verdadera joya musical.

Xenakis sobrevive: desde luego. Pero Gounod pervive. Y Margarita, aplicada a su rueca, no ha dejado de hilar. Y de enamorarnos al hilo de su música.

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