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Protección de datos

Estos días pasados los ciudadanos empezamos a recibir unos correos inquietantes en los que todo tipo de organismos nos avisaban de que, a partir del 25 de mayo, se iban a preocupar de proteger nuestros datos, información que, al parecer, venían atesorando hacía años. No solo eran correos (fácilmente atribuibles al apartado basura de la red), sino que también había cartas y anuncios públicos en los medios. El muestrario de «protectores» llamaba la atención por su amplitud y variedad: empresas de servicios (luz, teléfono, etc.), compañías aéreas, cadenas comerciales, organismos públicos, de todo un poco. La verdad es que me preocupé porque me recordó a los pecadillos de la adolescencia. Por ejemplo, los primeros cigarrillos que te fumaste tosiendo como un loco en los lavabos del colegio. Lo sabían tus colegones, claro, pero, cuando tu padre te miró con ironía preguntándote ¿fumas? mientras te alargaba su paquete, no pudiste evitar ponerte rojo como un tomate farfullando una negativa. O aquellos primeros besos que le robaste a una personita del otro sexo y que supuestamente eran secretísimos, si bien luego adivinabas miradas de inteligencia entre tus compañeros de clase cada vez que os veían juntos aunque solo fuera para resolver una ecuación de segundo grado. Estas muestras primerizas de ruptura de la intimidad nos descorazonaron, pero las superamos pronto, generalmente porque en el mundo de los adultos ni el tabaco ni los besos tenían nada de particular. Además, en seguida logramos dotarnos de una coraza defensiva: la habilidad social del disimulo. Al crecer descubrimos que en la vida pública es necesario ocultar celosamente muchas informaciones -tu sueldo, tus filias y fobias, tu orientación política, tus excesos- y en la vida privada otro tanto. Las generaciones más jóvenes, que inician el botellón y los escarceos sexuales poco después de cumplir los diez años, no han pasado por el trauma agridulce de la intimidad vulnerada, pero, tal vez por ello, no aprendieron a disimular tan bien como la nuestra. Siempre me ha parecido que su denostada grosería es más bien una muestra de ingenuidad e indefensión. Ahora compruebo que estaba en lo cierto, porque los susodichos correos han indignado a muchos alumnos míos mientras que a la gente de mi quinta la dejaban más bien indiferente. La razón es que solo desde que los recibieron empiezan a ser conscientes de que demasiada gente sabe demasiadas cosas de ellos y que, consecuentemente, son mucho más vulnerables de lo que creían. ¿Cuántas veces no habrán entrado en un establecimiento comercial aceptando rellenar la tarjeta de cliente y suministrando datos que los desnudaban como persona a cambio de un plato de puntos? ¿Cuántas encuestas tontorronas no habrán rellenado dejando inevitablemente su huella digital al arbitrio de quién sabe qué inconfesables albaceas? No se crean que las personas de más edad, que no tienen acceso a las redes sociales, lo hacen por torpeza digital. Aunque esta les acompañe generalmente, lo que les pasa es que no se fían, que no les parece normal que un amigo de facebook, que muchas veces es solo una foto y un nombre, conozca sus aficiones, deseos y pensamientos más íntimos, como si pudiese leerles la mente. Seguramente se ha llegado a la presente situación de alarma, que tan bien ejemplifica el caso Zuckerberg, porque quienes recolectaban los datos no eran ni Goebbels ni Beria, sino los sucesores de Henry Ford y de Christian Dior. El ladrón más peligroso no es el que te roba los bienes que valoras, sino el que te va privando lenta y ladinamente de aquellos que no valoras pero que realmente constituyen tu propia identidad. La cuestión es si no nos habremos dado cuenta demasiado tarde. Esta cultura de los megadatos viene a ser como el caballo de Troya, un ídolo que esconde en su interior al enemigo. Y nuestra sociedad, que ha vencido a Aquiles con su potente tecnología, está indefensa, sin embargo, frente a Ulises, fecundo en ardides.

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