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En el corazón salvaje de las cosas

En el corazón salvaje de las cosas

« El pasado no está muerto.

Ni siquiera está pasado.» William Faulkner

Si escribir es siempre un ejercicio de la memoria, entonces escribir unas memorias lo es por partida doble. La vida, una vez vivida, podemos contarla, con más o menos honestidad, es decir, fidelidad a los hechos y fidelidad a la conciencia, pero no podemos cambiarla, ni idealizarla, ni falsearla, ni, sobre todo, literaturizarla, el pecado por excelencia de las memorias, pecado en el que caen casi todos aquellos que escriben su vida antes de haberla vivido, o mientras la están viviendo.

Edna O'Brien, en unas páginas memorables, nos cuenta su infancia y juventud. Y recuerda aquellos años, «a un tiempo hermosos y aterradores, tiernos y despiadados», y recuerda lugares, personas, animales, objetos, misterios, curiosidad y miedo. Una infancia, en definitiva, como la de cualquier otra chica de campo no especialmente agraciada, no especialmente dotada, no especialmente graciosa. Al fin y al cabo ella nunca formó parte de «las niñas bonitas».

Muy pronto se siente atraída por las historias que lee (en el Messenger por ejemplo, órgano del Apostolado de Oración al que estaba suscrito la familia), historias románticas y sentimentales, historias vulgares, historias ejemplares. Y empieza a imitarlas. Lee todo lo que pilla, se aprende poemas de memoria, recita. Nadie le hace demasiado caso. Sólo ella se toma en serio. Cuando viaja por primera vez a Dublín escribe: «Estaba hambrienta. De comida. De vida. De las historias que iba a escribir, sólo que todo era efervescente y rudimentario en mi cerebro sobreexcitable». Pero el hambre de comida siempre ha sido más urgente y acuciante que el hambre de historias y se pone a trabajar en una farmacia. Un día se compra un libro de segunda mano: Introducing James Joyce, una antología de textos de Joyce preparada por T.S. Eliot, y empieza a copiar citas en sus cuadernos. Su primer trabajo literario remunerado: una columna insustancial y frívola para mujeres en una revista de empresa.

Chica de campo no son las memorias de una escritora, o no son solamente las memorias de una escritora. Son las memorias de una mujer, de una chica de campo que acabaría convirtiéndose en una de las más grandes escritoras irlandesas, tan elogiada como vituperada por la crítica y el público, cosa ésta que es señal inequívoca de genio. «Lloré mucho escribiendo Las chicas del campo», nos dice, su primera novela (no confundir los títulos), un libro que la catapulta de golpe a la fama y el escándalo, arruinándole de paso su ya tocado matrimonio. «Descubrí sentimientos que no sabía que albergaba.» Cuando salió el libro, L. P. Hartley, autor de El mensajero, una espléndida novela a mi juicio (que llevaría al cine Losey con la inolvidable Julie Christie, como seguramente recordarán), y de quien habría cabido esperar algo más, «describió el libro como la caprichosa historia de dos ninfómanas irlandesas». Edna O'Brien no juzga, no condena, no absuelve, no hay culpables porque no hay culpa, aunque sí haya daño, sí haya dolor.

Y así empezó todo.

Nuestra vida está hecha de unos pocos momentos felices y bastantes infelices, de encuentros fortuitos, de decisiones equivocadas, de fracasos, de alegrías y tristezas, de dolor. Todo está relacionado con todo y nada está relacionado con nada. «Ahí reside el misterio de la escritura: surge de las aflicciones, de los momentos de vacío, de un corazón abierto en canal.» Y cuando Edna O'Brien nos habla de sus novelas, (soberbia y estremecedora la última de ellas, Las sillitas rojas, publicada por la misma editorial), lo hace con este mismo espíritu, con esta misma honestidad insobornable.

Edna O'Brien, como sucede con algunas personas, muy pocas, tenía al parecer un magnetismo especial, que conserva a sus ochenta años (hay cosas que no se pierden nunca). No se trata de belleza, ni de inteligencia, ni de elegancia, pues pueden no tener ninguna de estas tres cosas (aunque no sea éste su caso), es algo más indefinible, más refinado, más sutil, algo que atrae instintivamente la mirada y que poseen muy pocas personas, sin que ellas mismas sepan a qué se debe. De Marlon Brando, «un animal a punto de atacar», como lo define ella, se decía lo mismo. Y por estas páginas, lo que equivale a decir por su casa, pasaron no pocas celebridades con las que mantuvo algún tipo de relación o amistad. A los hombres los divide en amantes y hermanos y nunca los mezcla, nos dice. Sean Connery; Marguerite Duras; Peter Brook; Samuel Beckett; R.D. Laing, de quien además fue paciente; Paul McCartney; Marianne Faithfull; Roger Vadin y Jane Fonda; Richard Burton, recitando, cómo no, a Shakespeare; o Marlon Brando, quien le preguntó al despedirse: «¿Eres una gran escritora?». A lo que ella, consciente de que lo era, respondió modestamente: «Lo intento.» Son impagables las anécdotas que cuenta de algunos de ellos (de Milos Forman, a quien conoció en Praga; o de Jackie Onassis, de quien fue amiga durante más de diez años y que también poseía ese aura de que hemos hablado; de Joseph Brodsky; de Philip Roth, glorioso cuando estaba en vena y huraño el resto del tiempo; de John Huston, con quien trabajó en un fiasco; de Harold Pinter; o del imprevisible Norman Mailer, que un día le dijo: «Eres demasiado íntima, ése es tu problema».)

Hoy en día, en que parece haberse declarado una epidemia de memorias entre los escritores, pocas tan sinceras y honestas, tan carentes de artificio e impostura como estas, Chica de campo. Edna O'Brien no tiene cuentas pendientes, y si las tiene, tiene el buen gusto de no utilizar la literatura para saldarlas. Tampoco oculta sus debilidades, ni sus errores, ni las críticas e insultos que recibió a menudo por sus libros. Decir de un libro que se lee como una novela, además de ser un rancio lugar común, ya no es ningún elogio. Pues, ¿cómo se lee una novela? ¿Con curiosidad, con interés, con ganas? Las novelas, para ser buenas, y no abundan, deben parecerse a la vida, y la vida a las novelas. Una novela que parece una novela o una vida que parece una vida no digo que no merezcan la pena, pero les falta lo esencial, lo que tanto a una como a otra las hace únicas e irrepetibles.

Edna O'Brien se ha convertido por derecho propio en la gran dama de las letras irlandesa. Digna sucesora de Joyce, su obra tiene la solidez y la rotundidad de las obras imperecederas. Ah, y si el lector espera descubrir algo sobre los tormentos del escritor, o simplemente sobre sus manías, olvídelo. Edna O'Brien puede contarnos, sin demasiado detalles por lo demás, su aventura con Robert Mitchun, porque sabe que los lectores de memorias siempre somos un poco chismosos (y no hay entrevista en que no se le pregunte por ella), pero no va a darnos la lata con su método de escritura, en el caso de que tenga alguno. Soberbios y emocionantes los últimos capítulos, que sólo puede escribir alguien que ha vivido, alguien que ha conocido el fervor, la desesperanza, la desolación, la añoranza, el amor que no fue o no pudo ser, y que a pesar de todo es capaz de decir: «¡Qué hermosa podía ser la vida». En resumen: un libro extraordinario, incluidas la edición y la espléndida traducción de Regina López Muñoz. Unas memorias memorables en todos los sentidos, ese género para el que hacen falta grandes dosis de modestia, de honestidad, y grandeza de espíritu, cosas todas ellas raras hoy día, y todavía más entre escritores. Cosas que no se cotizan. Cosas de las que va sobrada la excepcional Edna O'Brien.

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