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El juego de la interpretación

El juego de la interpretación

Antes de entrar a la exposición del francés Mathieu Mercier les aconsejaría desprenderse de cualquier idea preconcebida. Simplemente disfruten.

Podríamos decir que la obra de Mercier navega entre el conceptualismo y la abstracción, un cierto surrealismo y el movimiento Dadá. Casi con seguridad, el autor nos negará la mayor afirmando que no se ve influido por ninguna de estas corrientes artísticas en concreto y sí por todas. Y probablemente tenga razón. El buen artista es en definitiva el compendio de muchas horas de aprendizaje y estudio, de prueba y error, de edad y evolución, lecturas y música, observación, relaciones personales y familiares, encuentros que marcan un antes y un después, y un amor incondicional por el arte. En el caso de Mercier, además, este sentimiento se traduce en su conocida pasión por el coleccionismo.

No obstante, y a riesgo de su desacuerdo, Una o dos abstracciones, unos pocos objetos y un desnudo, título de la muestra, encajaría mucho con esa concepción del arte en la que materiales industriales y objetos de uso diario, insignificantes y banales, son utilizados en contrasentido a su función original, descontextualizados, transformados y revalorizados como una obra de arte. Ejemplos como una simple corbata, el paraguas o un trapo de cocina, de esos que igual sirven para enjugarse las manos que secar el fregadero, son enmarcados y elevados a la categoría de instalación, escultura o fotografía.

No es un ready-made al uso, esto es, no se ha cogido el mingitorio, ese que acabó siendo Fuente, y se ha colocado tal cual. El artista, por el contrario, estudia y escoge con precisión los objetos, los observa y se toma su tiempo de realización de forma que, por ejemplo, en el caso de las bayetas parecería que estuvieran realizadas en tres dimensiones y pudiéramos cogerlas en cualquier momento. O esa simple Hoja, de una simplicidad y belleza exquisita. En este sentido, y siguiendo con ese concepto dadaista de resaltar la incongruencia y banalidad de los objetos, Mercier pinta todo un muro de la misma tonalidad que la impresión digital, Flor, de forma que la obra se incrusta en el espacio, forma parte de él: es la absurda pretensión de incorporar elementos en lugares «equivocados». Para absurda, la instalación de utensilios -cubos, escoba, cuerda, bidón de agua...- de limpieza o de pintor, o de no sabemos qué. Y ahí nos volvemos a encontrar -lo quiera o no el artista- con viejos protagonistas de la historia del arte. En este caso con el pensador y poeta francés Mallarmé cuando decía que había que involucrar al lector, que en nuestro caso sería el espectador, en el proceso creativo «nombrar un objeto es destruir tres cuartas partes del placer (...) de ir adivinando, paso a paso». Como Mallarmé, Mathieu Mercier nos invita a interpretar de forma totalmente individual y abierta cada una de las obras con los que nos vamos encontrando; obras que, por otra parte, están colocadas prestando mucha atención a su relación con el espacio y entre ellas y jugando con las tonalidades, como si el color o la ausencia de él fuera tan importante como las mismas obras.

Resulta curioso comparar esta muestra, tan blanca, sosegada, ordenada, con los -pocos- retazos que conocemos de su otra afición personal. Además de uno de los artistas europeos con más proyección internacional, lo cual debería ser motivo de orgullo su paso por València, Mercier es, como ya hemos comentado, un gran coleccionista, atesorando más de 300 obras de arte. A tenor de lo que sabemos, lo hace de un modo compulsivo, para después colmar con una explosión de color y formas cada una de las estancias donde los va situando.

Y por fin llegamos hasta la última sala. El hiperrealista vídeo, con una inquietante banda sonora de fondo, muestra con una precisión técnica lo que desea mostrar. Aquí no hay lugar a ninguna interpretación. O sí.

Simplemente disfruten.

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