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La futboliada

La futboliada

Hubo un tiempo -afortunadamente ya olvidado- en que resultaba de buen tono intelectual despreciar el deporte, sobre todo el fútbol. Fueron los años en que el fantasmeo más o menos izquierdista monopolizaba las virtudes del ciudadano ejemplar. Por una reducción al absurdo, difícil de entender para los niños de hoy en día, por un silogismo cateto aplicable a premisas de cualquier tipo, los toros eran franquistas, luego abominables. Las películas del Oeste americano resultaban un vehículo de propagación del imperialismo, ergo debíamos repudiar a John Ford. Y el fútbol, sobre todo el fútbol, constituía el opio del pueblo, por lo que, en consecuencia, el hombre justo del futuro debía fumar en pipa, dejarse barba, y asistir cuatro veces por semana a las salas de cine de Arte y Ensayo (que eran el lugar en donde, además de buen cine, se proyectaban las películas que han acabado pudriendo la mente de varias generaciones de espectadores incautos).

Los progres -los progres de la época en que aún existían los progres, y también sus secuelas teatrales, sus epígonos del presente inmediato- siempre han necesitado que se les diera permiso, mediante un argumento de autoridad, para disfrutar sin remordimiento de conciencia de todo aquello que les hacía disfrutar. Hasta que Roland Barthes no escribía sobre ello, solían ocultar sus erecciones.

El fútbol es un fenómeno universal de masas del que las masas participan desde la niñez. El impulso de pegarle una patada a algo con lo que nos cruzamos -en especial si es un objeto redondo y con facilidad de desplazamiento en el espacio- constituye un absoluto, una de las manifestaciones elementales de «la cosa en sí» kantiana, de la Voluntad, que según el maestro Schopenhauer es la esencia del universo. Por esa razón, no es de extrañar que un deporte que ha sabido imprimir ese impulso ciego en unas reglas se haya convertido en una pasión planetaria. Cualquier espectador de un partido -la final de la Champions, y el encuentro en la calle de cuatro chiquillos desarrapados- está realizando un viaje ritual a su niñez, y vuelve a ingresar en el Paraíso, fuera del tiempo, lejos de la decrepitud, invulnerable al dolor y a la muerte (al menos durante noventa minutos). Ver fútbol siempre es jugarlo, volver a ser quien lo jugó cuando fuimos niños, incluso aquellos que no lo jugaron nunca, para su desgracia, y ahora tienen que conformarse con que lo jueguen otros, de manera eucarística, para salvarnos a la tribu por persona interpuesta (por equipo interpuesto).

En las treguas de las guerras mundiales, en el frente, los ejércitos enemigos juegan al fútbol. En las fabelas de Río de Janeiro, los olvidados del mundo juegan al fútbol. En los arrabales de Ciudad del Cabo, los niños descalzos juegan al fútbol. En la Antártida, los solitarios biólogos juegan al fútbol contra los no menos solitarios militares, a cuarenta y cinco grados bajo cero. No hay que buscar ninguna explicación. Nos gusta dar patadas a lo que se nos pone en el camino, sobre todo si es un mágico objeto redondo.

Las epopeyas hace muchos siglos que no narran grandes gestas, sino que cuentan la aventura de vivir de los pobres diablos. Nuestra aventura con un balón en los pies.

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