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Vicente Muñoz Puelles: El fuego y la carne

Prometeo, el creador de los hombres, robaría para ellos el fuego de Vulcano, una traición que Júpiter castigará condenándole a ser eternamente devorado por los buitres. Una pena todavía más cruel le espera al rey Licaón de la feliz Arcadia por comer carne humana de niños: Júpiter le convertirá en lobo y sus propios súbditos le darán caza desconociendo su identidad.

Vicente Muñoz Puelles: El fuego y la carne

Al principio, los hombres se sentían solos y desamparados. Todo les daba miedo: las fieras del bosque, el viento del norte, la oscuridad de la noche sin luna.

Prometeo, el titán que había creado a los primeros hombres, se conmovió al verlos en aquel estado.

Para que pudieran defenderse de las fieras y cultivar la tierra hostil con los instrumentos adecuados, decidió robar el fuego de los dioses, que Vulcano, el dios del fuego y de las artes del metal, guardaba en su fragua subterránea, en las entrañas del volcán Etna.

Prometeo se acercó con cuidado a la fragua, encendió una tea en un horno y se la llevó a los hombres, que lo recibieron como a un héroe. Desde entonces en adelante, fabricaron armas y arados, se calentaron en torno a la hoguera y pudieron iluminar el interior de sus cuevas.

Al conocer el robo, Júpiter, señor de todos los dioses, se indignó. Y aún se indignó más cuando observó que los hombres se envalentonaban, se creían los iguales de los dioses y les rendían menos sacrificios.

Envió a Prometeo a la cumbre más alta del Cáucaso y mostró a Vulcano el lugar donde quería que lo encadenase. De mala gana obedeció el dios herrero.

—¿Ves, oh Prometeo -le dijo Vulcano-, este martillo, estas argollas y estas cadenas? Yo no te deseaba ningún mal. Pero he de cumplir la voluntad de Júpiter, mi padre. Es tu desobediencia la que nos ha traído a este lugar abrupto, donde el sol despiadado curtirá tu piel cada día y la fría escarcha cubrirá tu cuerpo cada noche. Nunca podrás descansar ni dormir, y no volverás a oír la consoladora voz de los hombres, por quienes tanto hiciste.

Vulcano puso las argollas en las muñecas y los tobillos del desdichado Prometeo, y lo encadenó a la roca.

Cada mañana, un buitre, que para otros es un águila de corvas garras, llega con las alas extendidas, aterriza a su lado y le abre el costado para alimentarse de su hígado. De noche, la herida se cierra y el hígado se recupera y renace, para que el tormento empiece de nuevo.

El sacrificio de Prometeo no mejoró la suerte de los hombres. Se fabricaron armas y se formaron ejércitos. Hubo guerras y corrieron ríos de sangre. Los hijos asesinaban a sus padres, y los padres hacían lo mismo con sus hijos.

Un día, el hedor de la sangre derramada llegó al Olimpo. Desde la cumbre, Júpiter miró hacia abajo. Lo que vio le llenó de cólera, porque era un dios justo y sabio, aunque muy lascivo. Más allá de las nubes, y hasta donde le alcanzaba la vista, todo eran disputas, robos, quema de templos, destrucción de ciudades, batallas sin fin.

Aquello sobrepasaba cualquier límite. Era una ofensa a los dioses, un desafío, y como tal debía ser castigado. Los hombres habían tomado el camino equivocado, y era imposible desviar la mirada y fingir que en la tierra todo seguía bien.

Juno advirtió la cólera de Júpiter y le preguntó:

—¿Qué te ocurre, esposo mío y dios de dioses, que cierras el puño y frunces el ceño con ahínco?

—He de exterminar a los hombres, y eso me entristece -le contestó él-. Tenía muchas esperanzas puestas en ellos. Pero no les dimos la inteligencia ni el lenguaje para que los malgastaran.

—Dales tiempo, querido -le aconsejó Juno-. Comparados con nosotros, los dioses, que existimos desde el principio de los tiempos, el género humano es joven e inexperto. Parece que fue ayer cuando el desdichado de Prometeo les dio forma.

—¡No me hables de Prometeo! -le interrumpió Júpiter, y su cólera se redobló. Suya es la culpa de que los hombres sean tan malcriados. ¡Mira que darles el fuego!

—Cuando los hombres maduren -continuó ella-, aprenderán a dominarse. Además, es posible que la vista te haya engañado, y que las nubes te hayan confundido. Quizá lo que has presenciado sea un espejismo.

—Las nubes me obedecen de buen grado, y mi vista es excelente. ¿No notas tú también el olor a sangre?

—Podría ser el olor de los sacrificios con los que te honran.

—Ese olor acabará por volverme loco. Pero puede que tengas razón, esposa mía, y los hombres merezcan que les demos una segunda oportunidad.

—Y piensa otra cosa -insistió ella-. Si ellos desaparecieran, ¿quién nos adoraría? ¿Quién haría sacrificios en nuestro honor? ¿Los caballos? ¿Los monos?

Júpiter admitió que no sería lo mismo.

Tomó la apariencia de un viejo campesino, vestido con harapos, y descendió hasta el llano. Visitó las aldeas, las ciudades y los campos, y comprobó que en todas partes los hombres eran como lobos para otros hombres. Lo que había visto desde lo alto no era un espejismo, como su esposa sugería.

Para cerciorarse aún más de la maldad de los hombres, se fingió inválido y exageró su torpeza. En lugar de ayudarle, como corresponde a la gente de bien, lo golpearon, le robaron y lo dieron por muerto.

En una taberna oyó que Licaón, rey de Arcadia, comía carne humana y cada noche devoraba a un niño. Quiso conocerlo, y se presentó en su palacio.

—Déjame pasar la noche en tu casa -le rogó-. Los ancianos soportamos mal el frío.

A Licaón le había llegado el rumor de que Júpiter había descendido a la tierra y andaba haciendo preguntas sobre él a todos los arcadianos. Vio que un anillo con el sello de un águila asomaba bajo los harapos, y ese detalle confirmó sus sospechas.

—Que nadie diga -replicó- que el rey Licaón no es generoso. Puedes quedarte y compartir mi cena.

Dio instrucciones a sus criados para que condujeran al invitado a una alcoba y lo asesinasen durante la noche, cuando le venciera el sueño.

Acto seguido, mandó matar a un niño y ordenó que lo sirvieran en la cena. Tan pronto reconoció los restos cocinados, Júpiter dio un puñetazo sobre la mesa, blandió su rayo vengador y dijo:

—¿Cómo puedes atreverte a comer carne e invitarme a compartir tus vicios? Sé, además, que planeabas matarme. Si te queda algo de piedad, resérvala para ti mismo, porque vas a pagar un precio muy alto.

Con un solo gesto, Júpiter hizo que el palacio entero se derrumbara. El rey Licaón huyó aterrado, pero pronto le alcanzó el castigo divino.

Sus pies y sus manos se convirtieron en zarpas, su rostro adelgazó, sus orejas se volvieron largas y puntiagudas, sus dientes se afilaron, su cuerpo se cubrió de un pelaje negro y espeso y le salió una cola. Intentó gritar, pero de su garganta solo nació un aullido largo y quejumbroso.

Se había transformado en lobo.

Al día siguiente, los habitantes de la Arcadia le dieron caza y lo mataron, sin saber que había sido su rey.

Para entonces Júpiter ya estaba de vuelta en el Olimpo. Convocó a los dioses en su casa, los recibió sentado en su majestuoso trono de oro y marfil, con el rayo en la mano derecha, y narró su estancia entre los mortales y su aventura con el pérfido Licaón.

—Me llevaría días contaros la cantidad de crímenes que he visto cometer. Baste con decir que todos los hombres parecen haberse puesto de acuerdo para hacer el mal. Por eso he decidido limpiar la tierra de tanto crimen y tanta codicia, y destruirlos a todos. Haré llover tanto que las aguas subirán, y un diluvio universal acabará con la vida humana.

Otros dioses aprobaron sus palabras. «Con tal de que ese diluvio no llegue hasta aquí?», pensaban. Pero, ¿cómo iban a llegar las aguas hasta la cima del Olimpo, un monte tan alto?

Solo Diana y Mercurio protestaron.

Diana, diosa de la caza, de las tierras salvajes y de la luna, preguntó si los otros animales morirían también.

—Solo los que no sepan nadar o volar -contestó Júpiter.

—¿Y los demás? -insistió Diana.

—Los haremos de nuevo. Pero serán más bellos, fuertes y veloces.

—Está bien -accedió la diosa cazadora-, pero no los hagas tan fuertes y veloces que no pueda alcanzarlos.

Por su parte, Mercurio, que estaba acostumbrado a tratar con los hombres y a comerciar con ellos, preguntó si el mundo, sin la presencia humana, no sería un lugar demasiado solitario.

Júpiter lo tranquilizó al momento:

—No temas -le dijo-. Una nueva generación de hombres nacerá, cuando la actual haya sido destruida. Será una generación mucho mejor, más fiable y de conducta más recta. Pronto se extenderá por toda la Tierra, y podrás seguir relacionándote y comerciando con ella.

—Me parece bien -consintió Mercurio-, siempre que pueda seguir recogiendo beneficios.

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