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Diluvios y amores: Vicente Muñoz Puelles

Júpiter ordenó a Eolo y Neptuno desencadenar un diluvio universal para castigar a los hombres. Los únicos supervivientes, Deucalión y Pirra, honraron a los dioses, gesto que les conmovería y gracias al cual pudieron repoblar la Tierra arrojando piedras tras escuchar el oráculo de Temis. Apolo, al temer una nueva extinción, acabó con la serpiente Pitón pero fue herido por la flecha de amor de Cupido.

Diluvios y amores: Vicente Muñoz Puelles

Por entonces, los vientos también eran dioses. Unas veces tomaban la forma de simples ráfagas, otras de hombres con alas o, más frecuentemente, de caballos. Vivían en la isla de Eolia, donde Eolo, su dueño y señor, decidía en qué dirección debían soplar.

—¡Guarda tus caballos más tranquilos en el establo, y suelta a los más veloces, para que corran cuanto quieran! -ordenó el gran Júpiter a Eolo.

Eolo obedeció. Encerró a los vientos más moderados, que despejan las nubes y dejan el cielo de un azul intenso, e hizo salir al temible Noto, portador de tormentas y destructor de las cosechas, y a Bóreas, viento frío y de carácter violento. De inmediato, las nubes se cargaron de lluvia y empezó a diluviar.

Por si eso no bastara, Júpiter también se dirigió a su hermano Neptuno, dios de las aguas saladas, que gobierna todos los mares y cabalga las olas sobre caballos blancos.

—¡Da un golpe en el océano con tu tridente -le dijo-, y ayúdame a castigar a los hombres!

Neptuno golpeó las olas con el tridente, y todos los ríos aumentaron la fuerza de sus corrientes y se precipitaron al mar, arrastrando a su paso árboles, animales y hombres. Ni el más hábil nadador hubiera podido resistir aquel empuje. Tantos cadáveres había que parecían haberse juntado los restos de cientos de naufragios.

Fue como si volviera el Caos de los comienzos. La tierra apenas se distinguía del océano, y todo era una masa oscura e informe.

A los nueve días de tormenta continua, y cuando la furia de los elementos empezó a disiparse, apareció un mar sin playas, que se extendía por doquier. La humanidad entera había perecido, arrastrada por las olas, y solo quedaba una pareja, Deucalión y Pirra.

Deucalión, hijo de Prometeo, era un firme defensor de la justicia. Pirra, su esposa, era una mujer temerosa de los dioses. Habían sobrevivido gracias a una pequeña embarcación, pero ahora, tras haber pasado tanto tiempo sin comer, apenas les quedaban fuerzas para seguir remando.

Las aguas no habían llegado a la cumbre del nevado Olimpo, residencia de los dioses, ni tampoco a la del monte Parnaso, hogar de las musas, donde se asienta el sagrado oráculo de Apolo, en Delfos. Hacia el Parnaso, cuya cima se veía desde muy lejos, se dirigieron penosamente Deucalión y Pirra.

Cuando Júpiter vio que solo ellos habían sobrevivido, y que navegaban en dirección al oráculo, su corazón se conmovió.

«He aquí», pensó, «a dos mortales que lo han perdido todo, pero siguen confiando en los dioses.»

—¡Devuelve los caballos de los vientos a sus establos! -le ordenó a Eolo.

—¡Devuelve los ríos a su cauce y el mar a sus orillas! -le gritó a Neptuno.

Poco a poco, la naturaleza se calmó y las aguas bajaron, dejando al descubierto la tierra desnuda y sin pobladores.

Deucalión y Pirra desembarcaron al pie del monte Parnaso y subieron por un camino enfangado, entre los templos en ruinas que jalonaban la ladera.

Al ver desierto aquel lugar, en otros tiempos frecuentado por la gente que llegaba desde toda Grecia para consultar el oráculo, Deucalión soltó un gemido.

—Ay, hermana -exclamó-, esposa mía, única mujer superviviente, ¿qué será de nosotros? ¿Dónde está la gente que venía hasta aquí para conocer su destino? ¿De qué nos ha servido tanto esfuerzo, si estamos solos? ¡Me gustaría hacer como mi padre, Prometeo, y modelar a los hombres de nuevo, con la arcilla de la vida!

—También yo, hermano, esposo mío, único hombre superviviente -dijo ella-, echo de menos la compañía y las voces de la gente. ¿Quién nos alegrará la vida? ¿A quién consolaremos? Como a ti, me gustaría ayudar a repoblar el mundo.

Purificaron con agua sus cabezas y entraron en el templo sagrado del oráculo. Allí, llenos de temor, caminaron de rodillas hasta encontrar a la diosa Temis, vestida de rojo y sentada con los ojos cerrados en un trono de marfil. Un rayo de luz caía sobre su cabeza desde lo alto.

—Oh, diosa clemente -comenzó Deucalión con voz temblorosa-, venimos desde muy lejos para preguntarte cómo podría resurgir la especie humana, que se ha extinguido.

La diosa tardaba en responder, y ya iba Deucalión a repetir la pregunta cuando Temis, sin abrir los ojos, dio una respuesta misteriosa:

—Júpiter os ha encomendado la tarea de repoblar el mundo. Alejaos del templo, cubrid vuestras cabezas con un velo, aflojad las ropas que ciñen vuestros cuerpos y arrojad a vuestras espaldas los huesos de la gran madre.

Salieron del templo y meditaron sobre el sentido de aquellas palabras.

—¿Cómo vamos a desenterrar los huesos de nuestras madres? -preguntó Pirra-. ¡Si hiciéramos eso, los espíritus de los muertos nos perseguirían toda la vida!

—El oráculo es sagrado -dijo Deucalión-, y no puede aconsejarnos nada malo. Si lo recuerdas con claridad, Temis no se ha referido a los huesos de nuestras madres, sino a «los huesos de la gran madre». Y al decir eso sin duda se refería a la tierra, que es la madre común. Los huesos que menciona deben ser las piedras. Hagamos, pues, lo que nos ha ordenado.

Velaron sus rostros, aflojaron sus ropas y arrojaron tras sí, por encima de sus espaldas, una piedra tras otra.

Al hundirse en el barro, las piedras se volvían blandas y flexibles. Crecían como los árboles, pero acababan convirtiéndose en seres humanos. Primero emergía la cabeza, luego el cuerpo, más tarde los rasgos de la cara.

Las piedras lanzadas por Deucalión dieron origen a los hombres, y las que lanzó Pirra se transformaron en mujeres. Y, como había tantas piedras, pronto hubo suficientes seres humanos para volver a poblar la tierra.

También los animales no humanos surgieron lentamente del barro recalentado. Algunos eran como los que ya habían existido, pero otros tenían formas nunca vistas.

Entre estos se hallaba la monstruosa serpiente Pitón, de grandes colmillos y piel muy hermosa, que disfrutaba aterrorizando a los hombres y devorándolos. Cualquiera que se atreviese a mirarla estaba condenado a morir.

Dios benéfico y compasivo, Apolo temió que la especie humana volviese a desaparecer, y decidió acabar con el monstruo. Tomó su arco y una tea encendida y se dirigió a una cueva del monte Parnaso, que servía de guarida al espantoso v formidable reptil.

—¡Eh, sal de ahí! -lo llamó.

Pero Pitón, que acababa de devorar un rebaño de ovejas, estaba haciendo una pesada digestión y se resistía a dejar su escondite. Apolo blandió la tea resinosa, la volteó con fuerza y la arrojó al interior de la cueva. La negra humareda obligó a Pitón a salir.

Apolo tensó el arco y disparó una nube de flechas, que atravesaron las escamas espejeantes de la bestia. Dolorida, esta se alzó y, lanzando horrendos silbidos, se internó en el bosque. Luego, estirando su cuerpo y contrayéndolo, exhaló su vida pestilente entre torrentes de sangre.

Radiante y victorioso, Apolo le dedicó un último saludo:

—Que tu cuerpo se pudra, ¡oh, Pitón! -le dijo-, en el seno de la madre tierra. ¡Ya dejaste de ser el azote de los mortales!

Pero, como Apolo había derramado la sangre de la serpiente cerca del sagrado oráculo, Júpiter consideró que había cometido un terrible sacrilegio, y le castigó con la obligación de purificarse con agua cada día y de celebrar, como penitencia, unas competiciones gimnásticas y musicales llamadas Juegos Píticos, en honor de la monstruosa Pitón.

Para que recordara siempre las consecuencias de su acto, Júpiter exigió que cada vez que se celebraran los juegos hubiese una representación de un drama sagrado, que escenificase la lucha de Apolo con la enorme serpiente.

Todo ello no hizo sino llenar de vanidad al dios de la música y del arte, que siempre estaba pavoneándose. Un día vio a Cupido con su arco, apuntando a los amantes y disparándoles las flechas del amor.

—¿No te da vergüenza -le dijo- utilizar para un juego sin importancia unas armas que solo deberían servir para realizar hazañas gloriosas?

—¿El amor, un juego sin importancia? -se indignó Cupido-. Sin el amor, ni tú ni yo habríamos nacido.

—Dices eso porque no sabes hacer otra cosa.

Ofendido por las palabras de Apolo, Cupido quiso demostrarle su poder. Tomó dos flechas, una de oro y punta afilada, que provoca el amor en quien la recibe, y la otra de plomo y sin punta, que causa temor y hasta pánico, y fue tras él como el cazador que sigue una pista.

Llegaron a las orillas del río Peneo, sombreadas de laureles. Por allí paseaba la bella Dafne, de larga cabellera. Era una joven solitaria, que evitaba a los hombres, desdeñaba las joyas y los vestidos y disfrutaba perdiéndose en la espesura de los bosques. Muchas veces, su padre, que era el propio río, se lo recordaba:

—Hija mía, echo de menos el chapoteo y las huellas de unos cuantos nietos en mis orillas.

Pero Dafne le abrazaba y le decía:

—Noble autor de mis días, déjame ser libre como la diosa Diana e ignorar las ataduras del matrimonio.

Cupido vio su oportunidad y la aprovechó. Primero hirió a Apolo, con la flecha de oro. De inmediato, el dios sintió un amor intenso por la ninfa. Los hermosos cabellos, los ojos de fuego, los blancos brazos finamente torneados, todo le enardecía.

Cupido disparó entonces su flecha de plomo, que no penetró en el cuerpo de Dafne pero le dio la señal de alarma. Nada más ver al bello adolescente, de rostro radiante, que la contemplaba lleno de admiración, le volvió la espalda y echó a correr, rápida como el viento.

Apolo corrió tras ella. Su pecho ardía de pasión, como arde el bosque incendiado por el rayo. Deseaba acercarse a Dafne, pero ella seguía huyendo de él.

—¡Ninfa! -la llamó-. ¡Detente, no vayan las zarzas a herir tus hermosas piernas! Conoce al menos a quien te persigue. No es un salvaje habitante de las montañas ni un rústico pastor. Soy el dios de la luz y de la música. Mi padre es el propio Júpiter y mis labios pueden revelar el pasado, el presente y el futuro. Además, he aprendido a curar las enfermedades con el poder de las hierbas. Y es el amor lo que me obliga a seguirte. Por favor, no vayas tan rápido.

Pero todo era en vano. Dafne, la de los pies ágiles, huía aterrorizada, aumentando aún más la pasión de Apolo, que se crecía ante las dificultades.

Sostenido por las alas del amor, aguijoneado por el deseo, el joven dios parecía volar. Ya estaba a punto de alcanzarla, y su divino aliento rozaba la larga cabellera de Dafne.

Entonces ella, agotada por la fatiga, se echó al suelo y dijo, dirigiéndose a las aguas del Peneo:

—Ayúdame, padre. Si también los ríos sois dioses y, como ellos, podéis obrar prodigios, cambia mi figura, que es la causa de la desgracia que me aflige.

Apenas hubo terminado esta apremiante súplica, cuando sus miembros entorpecidos se volvieron rígidos. Una corteza gris cubrió su pecho. Sus cabellos se convirtieron en follaje. Sus brazos se trocaron en largas ramas. Sus pies echaron raíces y su cabeza se convirtió en la copa de un gran árbol.

Apolo, que llegó al instante, solo pudo abrazar el tronco liso y helado de un laurel. Pero, al estrecharlo entre sus brazos, sintió aún los latidos del corazón de Dafne bajo la bajo la corteza.

—¡Oh, Dafne! -le dijo-. Desde ahora, tú serás el árbol privilegiado del divino Apolo. Tu follaje inmortal coronará mis cabellos, adornará la frente de los guerreros valerosos y ceñirá las sienes de los poetas.

Así habló, y el laurel agitó su ramaje y, en señal de gratitud, inclinó levemente la copa.

Dicen algunos que Dafne es también la joven y sonriente aurora, que cada mañana huye cuando aparecen los primeros rayos, y se desvanece ante la mirada implacable del sol.

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