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El último existencialista

El centenario de Ingmar Bergman, que hoy 14 de julio se conmemora, invoca el valioso legado artístico de uno de los creadores más influyentes del siglo XX

El último existencialista

La historia universal del cine está jalonada de solemnes majaderías pero también de nombres gloriosos que han dejado a su paso un rastro indeleble en legiones de espectadores merced a una suerte de lenguaje que rompía radicalmente con los estereotipos formales impuestos durante décadas por la industria hollywoodiense. Nos referimos al original y revolucionario concepto de la narrativa audiovisual que comenzó a fraguarse, ante la curiosidad general, desde posiciones ideológicas estrechamente vinculadas a la propia evolución que ya habían experimentado, tras la Segunda Guerra Mundial, otras expresiones artísticas como la pintura, la danza, el teatro, la música o la novela, no tan sujetas a la industria como lo ha estado siempre el medio cinematográfico.

Algunos años antes de que irrumpiera en Europa este influyente fenómeno, rebautizado por críticos e historiadores como los Nuevos Cines, el viejo continente alumbró a una de las mentes más complejas, reflexivas y sobresalientes que ha engendrado nunca la cultura contemporánea: el insigne maestro sueco Ingmar Bergman (Uppsala,14 de julio de 1918 - Farö, 30 de julio de 2007), epítome de una larga y fructífera nómina de cineastas empeñados en navegar contracorriente con el inquebrantable propósito de dotar a sus películas de una reformulación integral del cine clásico.

Además de un auténtico precursor en el terreno del pensamiento y de las experimentaciones visuales más bizarras, Bergman se convirtió, desde sus años iniciales como cineasta con películas como Llueve sobre nuestro amor (1946), Barco hacia la India (1947), Música en la oscuridad (1948), Prisión (1949) o Juegos de verano (1951), en un director fuera de norma, visionario, riguroso, subversivo, denso y profundamente transgresor, que inspiró un nuevo y audaz enfoque para afrontar el profundo derrumbe moral y emocional surgido tras el desolador panorama generado en el seno del arte contemporáneo durante los primeros años de la posguerra. Bergman buscaba siempre en los repliegues de sus dramas, en sus propias contradicciones, la complicidad del espectador, al tiempo que se detenía en su proceloso pasado familiar y en la observación crítica de un entorno social que condicionó dramáticamente su vida mientras batallaba por encontrar un elemento racional que iluminara los temores que le asediaban desde su infancia en el seno de una familia gobernada, manu militari, por un padre de rígida vocación luterana, autoritario, severo, intolerante y opresor, y de una madre exánime, cálida, protectora y cavilosa que sí le proporcionaba las dosis de comprensión y ternura que nunca encontró en los ásperos y tensos contactos que sostuvo con su progenitor hasta su muerte en 1970.

Realizador inclasificable, escritor, memorialista y dramaturgo, Bergman representa la figura por antonomasia del creador comprometido con una visión profundamente transversal del mundo; no, como insistían interesadamente algunas de las figuras más destacadas del nacionalcatolicismo en la España de los 60, situando la obra del cineasta entre lo más granado del pensamiento religioso del momento cuando éste solo constituía una parcela más de las muchas que integraban su propia cosmovisión del mundo.

Tal fue así que muchas de sus primeras cintas fueron vilmente manipuladas por la censura franquista a través de unos doblajes que provocaban auténtico sonrojo y la impresión generalizada de que el tono de las imágenes que contemplábamos en la pantalla no se correspondía en modo alguno con el carácter beatífico que destilaban sus solemnes y adulterados diálogos. La idea troncal en el cine de Bergman era, por el contrario, la del pensador racional que se interroga sobre las perturbaciones colectivas que nublan la voluntad y la fe: desde las crisis matrimoniales a los problemas generacionales; desde el horror de las guerras al pavoroso descubrimiento de la verdad en un mundo infectado por el virus de la mentira, pasando por temas tan alejados de las preocupaciones de la Dictadura como la lucha por la prevalencia de los derechos humanos sobre cualquier creencia religiosa o la muerte como espejo de nuestras zozobras.

Su vertiginoso ascenso a la división de honor del cine de autor en unos momentos particularmente claves para el reconocimiento universal de una generación de directores, lo situó rápidamente en la élite de los grandes creadores al tiempo que mantenía sus lazos con el teatro, medio al que se consagró desde sus inicios profesionales en 1941, tanto como director escénico como dramaturgo, y que influirá enormemente en su posterior experiencia como cineasta.

Este hecho, decisivo en su formación profesional, se pondrá de relieve en muchos de sus más acreditados trabajos para la pantalla grande y para la TV, así como en la manera tan meticulosa con la que solía dirigir a esa formidable pléyade de actores de su propia escudería encabezada, entre otros, por Mai Zetterling, Max von Sydow, Gunnar Björnstrand, Harriet Andersson, Eva Dahlbeck, Ingrid Thulin, Bibi Andersson, Erland Josephson, Lenna Nyman, Ingrid Bergman o Allan Edwall, intérpretes eminentes cuya presencia en la vasta filmografía del maestro sueco ha quedado en la memoria del cine.

Se reconoció, desde sus inicios, discípulo de Alf Sjoberg, de Victor Sjöström y, sobre todo, del danés Carl Th. Dreyer, la suprema trinidad del cine mudo escandinavo, y siempre mostró un respeto reverencial por piezas canónicas del expresionismo alemán. En sus memorias, publicadas en 1987, deja meridianamente claro el crisol de influencias que más incidieron en la ejecución de su obra, de Tarkovsky -«el más grande de todos»- a Fellini, Kurosawa o Buñuel. El suyo fue un mundo de soledad, de sufrimientos, de fantasmas metafísicos, de sueños amargos, de angustias existenciales; un mundo donde el hombre aspira y desea llegar a una verdad suprema que explique los interrogantes que asedian su atrabiliaria vida.

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