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Hijos de la niebla y del sol

Hijos de la niebla y del sol

La ninfa Ío, de grandes ojos azules, se bañaba en una fuente cuando, al mirar hacia arriba, vio al mismísimo Júpiter, padre de los dioses, que la contemplaba desde el cielo con unos ojos rebosantes de pasión. Comprendió que el amor se cernía sobre ella como un águila sobre su presa, y echó a correr.

Para alcanzarla, Júpiter hizo que el aire se poblara de una niebla espesa. Desorientada, incapaz de seguir, Ío tuvo que detenerse. Poco después, la niebla se hizo más densa en torno suyo y notó la calidez de un aliento. Brazos invisibles la rodearon, y unos labios neblinosos la besaron con fuerza. Intentó resistirse, pero ¿quién puede derrotar a la niebla?

Juno, la esposa de Júpiter, era muy celosa. Tenía sus motivos, porque su marido era muy ávido y enamoradizo, y apreciaba por igual a las diosas, a las mortales, a los efebos y a las bestias. En ocasiones, él mismo se convertía en lluvia de oro, en cisne o en águila, para facilitar la aproximación. De hecho, la propia Juno había sido seducida por Júpiter en forma de flor. Otras veces, era el dios quien transformaba a su amante de turno, para ocultarla a los ojos de su esposa.

Viendo que Júpiter se retrasaba, Juno se asomó desde el Olimpo y descubrió con extrañeza que abajo, en la tierra, una niebla oscurecía la luz del día soleado. Como era una niebla demasiado densa y persistente para tratarse del vaho exhalado por el río o por la tierra húmeda, se preguntó si estaría ante otra de las muchas tretas ideadas por su esposo, y decidió bajar para comprobarlo por sí misma.

Acababa Júpiter de satisfacer sus deseos cuando observó la llegada de Juno. En un instante, para no ser descubierto, transformó a Ío en una ternera blanca, de increíble belleza. Acto seguido dispersó la niebla y puso gesto de inocencia.

„¿Qué haces aquí, esposo mío? -preguntó Juno. ¡Y qué ternera tan blanca! ¡Además, tiene los ojos azules! ¿A qué rebaño pertenece?

„Esta ternera no pertenece a nadie, amada mía -dijo Júpiter-. Quizá te cueste creerlo, pero acaba de surgir de la tierra ahora mismo, como una seta.

«¡Qué embustero es!», pensó Juno, y decidió ponerle a prueba.

„Si no es de nadie -sugirió-, ¿podría quedármela?

¿Qué podía hacer el padre de los dioses? No quería renunciar al amor de Ío, pero tampoco estaba dispuesto a confesar su infidelidad.

„Está bien -accedió al fin-. Si tanto te gusta, puedes quedártela.

Juno cortó un largo tallo y azuzó un poco a la ternera, para que la siguiera. Pero continuaba sin confiar en Júpiter, y algo le decía que aquel animal guardaba un secreto.

Pensando que Júpiter podría intentar recuperarla, Juno buscó al gigante Argos, un monstruo de cien ojos distribuidos por todo el cuerpo. Era un guardián muy efectivo, porque podía ver en todas direcciones y cuando dormía lo hacía siempre manteniendo al menos dos ojos abiertos.

„Cuida de esta ternera -le ordenó Juno-. No te separes de ella, y defiéndela con tu vida.

„Será como dices -contestó Argos, que sentía una gran devoción por la esposa de Júpiter.

Desde entonces, cada mañana, el gigante ataba la ternera a un olivo, y al atardecer la encerraba en un establo, de cuya entrada no se apartaba durante toda la noche.

Inquieto y pesaroso, Júpiter llamó a su hijo, el hábil Mercurio, para que le ayudara.

El veloz Mercurio se puso el casco y las sandalias aladas, tomó su caduceo, una vara con dos serpientes entrelazadas, y desde lo alto del cielo se lanzó a la tierra.

Una vez llegado, escondió su casco y las sandalias tras unas rocas, se convirtió en pastor de cabras y se sirvió de su caduceo como de un cayado, para apoyarse mientras caminaba.

Aunque Mercurio era el más hábil de los ladrones, sabía que no podía robar a Ío sin ser visto por alguno de los ojos del gigante. Por eso ideó otra estratagema.

En cuanto divisó a la ternera blanca atada al olivo, y a Argos, que estaba sentado en un tronco, paseando por doquier sus miradas vigilantes, se puso a tocar su flauta de sonidos dulcísimos.

Extasiado por la música, Argos se sintió invadido por un sueño delicioso. De dos en dos, todos sus ojos se fueron cerrando.

Cuando se hubo dormido del todo, Mercurio se le acercó. Hizo más profundo su sueño, al tocar sus párpados con el caduceo, y sacó su espada. De un solo tajo le cortó la cabeza y liberó a Ío.

Juno se enteró de inmediato. Compadecida del triste final de Argos, y como homenaje a su fiel sirviente, recogió sus cien ojos y vistió con ellos la espléndida cola del pavo real. Allí están todavía, en el abanico de sus plumas, por si algún incrédulo quiere contarlos.

Para vengarse, Juno hizo surgir a un tábano de cruel aguijón, que empezó a hostigar los flancos de la pobre ternera. Deshecha por el dolor de la ardiente picadura, Ío se lanzó a correr sin tregua ni reposo. Franqueó el Bósforo, pasó por Fenicia y no paró hasta llegar a Egipto.

Allí, ya en las riberas del Nilo, donde los pigmeos libran una guerra perpetua con las grullas, Júpiter corrió en su ayuda y la libró del tábano que la enloquecía. Pero aún quedaba la tarea de devolver a la desdichada ninfa la forma de antaño.

Como conocía la furia de Juno, y temía provocarla más, Júpiter le pidió audiencia y le juró solemnemente que, en adelante, nunca le daría motivos para sentir celos de lo.

Con el deseo de que, por una vez, cumplas tu promesa -le dijo ella, no menos solemne-, te doy el consentimiento para que devuelvas a esa joven su antigua figura.

Se cuenta que Ío recobró su antiguo aspecto y dio a luz a un hijo de Júpiter, concebido en medio de la niebla, que se llamó Épafo y que, en sus años mozos, fue amigo de Faetón, hijo a su vez de Apolo y de la ninfa marina Clímene.

Un día, en el Olimpo, después de vencer a su compañero Épafo en la carrera a pie, Faetón empezó a pregonar sus méritos:

„¿Lo ves? -preguntó, acariciándose los rubios cabellos-. Soy más ágil y más fuerte que tú.

„Sí, pero yo soy hijo de Júpiter y de Ío -dijo Épafo, orgulloso de su linaje.

„Mi padre, Apolo, es quien pasea el carro del sol y lleva la luz a los mortales. ¿Y qué sería de los mortales sin la luz?

Épafo no pudo contenerse.

„No debes creer todo lo que te dice tu madre, Faetón -le advirtió-. Quizá no seas hijo de Febo, el dios sol, sino de un padre cualquiera.

Alarmado, Faetón pidió explicaciones a Clímene.

„Madre -lloró-, ayúdame a poner en evidencia a mi amigo Épafo, que me ha insultado. Sé que soy hijo de Apolo, y que mi padre conduce el carro del sol. Pero, si no se lo demuestro de algún modo, me tendrán por cobarde y mentiroso.

Clímene levantó la vista y dijo, mirando fijamente al sol:

„Hijo, por ese sol que brilla en el cielo te juro que fue él, Apolo, quien te engendró.

„Te creo, madre -aseguró Faetón-, pero me gustaría oírlo de sus propios labios.

Clímene le dio los consejos necesarios para llegar hasta Apolo, que en aquel momento se encontraba muy lejos, en su palacio de Oriente, allí donde el sol empieza cada día su recorrido.

Tras larga caminata, Faetón encontró el palacio, un edificio de mármol sostenido por magníficas columnas y resplandeciente de oro, plata y marfil.

Apolo, vestido con hermosas ropas de color púrpura, llevaba una corona de brillo cegador y estaba sentado en su trono guarnecido de esmeraldas. Uno de los consejos que Clímene le había dado a su hijo era que se le aproximara con precaución, porque la cercanía del resplandor podía dañar sus ojos.

Pero Apolo lo reconoció enseguida, y se despojó de su corona para no deslumbrarlo.

„Anda, ven -le dijo-, y cuéntame qué has venido a buscar desde tan lejos.

„Solo quiero una cosa, padre Apolo -le contestó Faetón-, y es saber si soy hijo tuyo.

„¿Alguien lo pone en duda?

„Épafo, hijo de Júpiter

„Si yo fuera Épafo, más dudas tendría sobre mí que sobre ti. Pero si quieres una prueba la tendrás. Lo juro.

„¡Oh, luz del mundo! -exclamó Faetón-. Mi petición es bastante sencilla. Únicamente quiero que, durante un día, me cedas las riendas de los caballos de cascos veloces que tiran del carro del sol, para que pueda llevar la luz a los mortales, como tú haces. Si consintieras, nadie podría dudar de que eres un padre generoso, que le consiente todo a su hijo.

Apolo se sobresaltó.

„Lo que me pides, hijo mío -dijo- es lo único que preferiría no darte. Conducir el carro del sol parece una tarea sencilla, pero no lo es.

„¡Yo sabré hacerlo! -exclamó Faetón.

„La primera parte del camino es escarpada -explicó Apolo-. Hay que ascender por la vasta pendiente del cielo, y de mañana los caballos se irritan con facilidad. Luego, a mediodía, el carro está tan alto que incluso a mí me da vértigo contemplarlo todo desde arriba. Al final, cuando cae la noche, el carro desciende con tanta brusquedad que hay que retener a los caballos con mano de hierro, para que no se desboquen.

„Si soy tu hijo, sabré hacerlo -repitió Faetón.

„Si eres mi hijo? ¿Aún lo dudas? -preguntó Apolo-. ¿No te parece que la angustia que me causa tu petición es prueba suficiente de que soy tu padre?

„Me has hecho una promesa -le recordó Faetón con voz firme, y Apolo asintió con gesto de dolor.

„Será como pides -concedió.

Al día siguiente, Faetón se quedó extasiado al ver el carro. El armazón era de oro, y de plata las ruedas. En los establos de Oriente, cuatro caballos blancos piafaban inquietos. Sus crines eran de fuego, y sus cascos llameaban al golpear el suelo. Con cada resoplido expulsaban chorros de vapor por los ollares.

La aurora abrió sus puertas rosadas, y las Horas, diosas de las estaciones y del calendario, engancharon, como cada mañana, los caballos al carro.

„Sostén las riendas con mano firme -le dijo Apolo a su hijo-. Mantén el equilibrio entre el cielo y la tierra, no sea que te alejes de esta y te pierdas en las inmensidades del espacio. Y no te detengas hasta que, al caer la noche, se calmen los caballos. ¡Adelante! Llegó el momento de partir.

Saltó Faetón al carro y tiró de las riendas con tanta fuerza que los caballos relincharon de dolor. Pronto remontaron el cielo, atravesaron las nubes y se lanzaron a una carrera vertiginosa.

Al verse ante la infinitud del espacio, Faetón se sobrecogió, ciñó las riendas y gritó:

„¡Sooo!

Los caballos reaccionaron con brusquedad y se precipitaron al suelo. Ya iban a estrellarse cuando el hijo de Apolo dio un tirón y les obligó a remontar de nuevo.

„¡Sooo! -seguía gritando.

Nada más empezar, había perdido el control. Por mucho que tirase de las riendas, era incapaz de mantenerlos en la ruta prevista.

Al ver al sol dando cabriolas en el cielo, los aterrorizados mortales clamaron a los dioses con grandes gritos. Apolo, al oírlos, intentó llamar a Faetón, pero este no podía oírle por el fragor de las llamas.

Cuando subían demasiado alto, rozaban los palacios de los dioses, que a punto estaban de incendiarse. Y, cuando se acercaban demasiado a la tierra, el aliento de fuego de los caballos quemaba las selvas, destruía las cosechas y hacía hervir los ríos y los lagos.

Se cree que fue entonces cuando los desiertos se extendieron por la tierra, cuando los pueblos africanos adquirieron el color negro de su piel y cuando las primeras poblaciones quedaron convertidas en cenizas.

Todo este caos preocupó a Júpiter. Al ver a Faetón luchando en vano para hacerse con los caballos, comprendió que aquel muchacho atolondrado podía destruir el universo entero. Para evitarlo, tomó un rayo, apuntó con cuidado y lo lanzó contra el hijo de Apolo.

Cayó el joven desde el carro como una estrella errante, con los rubios cabellos envueltos en llamas. Era tanta la velocidad del vehículo que el cuerpo de su conductor salió despedido y llegó al río Erídano, el actual Po.

Libres de las torpezas de su conductor, los caballos se serenaron. Reanudaron su carrera habitual por el cielo y volvieron a su establo al anochecer.

En cuanto a Faetón, murió del impacto. Sobre su tumba, los dioses hicieron figurar esta inscripción: «Aquí reposa Faetón, auriga del carro de su padre. Fue incapaz de gobernarlo, y su noble audacia lo llevó a la muerte.»

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