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Reformas

En mi casa andan de reformas. Como en la del vecino y en la del portal de enfrente y en la de la calle de al lado. De repente, este país pobre que aún no ha salido de la crisis se pone a tirar -literalmente- la casa por la ventana: el ascensor convertido en una caseta de obra ambulante; el continuo estruendo del taladro, que despierta al niño, interrumpe tu siesta y acaba de enloquecer a la abuelita; la calle obstruida por contenedores que parecen barricadas; unos tubos enormes que vomitan material a medio deglutir sobre los susodichos? ¿Nos hemos vuelto todos (y todas, faltaría más) locos? No había necesidad de cambiar las baldosas del baño: si quieren que les confiese un secreto, ni siquiera sabría decirles cómo eran y eso que llevábamos treinta años con ellas. Pero, anda, cuéntaselo a mi familia. Parece ser que los vecinos nos criticaban, que era una vergüenza, que así no se podía vivir: ahora estoy tranquilo, sigo sin mirar el embaldosado, pero me consuelo pensando que, como nos han volado cinco mil eurazos y estamos sin blanca, habrá que dejar la reforma de la cocina para el verano que viene.

Bueno, pues en el mundo de la cultura, lo mismo. Cada vez que hay un cambio de capitoste -y no digamos si además es de otro partido-, todo se pone patas arriba: de repente, van y descubren que la programación teatral era conservadora o que era progresista (lo que sea: la contraria, luego mala), que los jurados de los premios literarios solo beneficiaban a sus amigotes (¡vaya descubrimiento!: viene ocurriendo desde la época de Noé), que el presupuesto de museos es ridículo o excesivo. La reacción es fulgurante: se cambia todo con una reforma cultural exprés y listos. Pero yo me pregunto: ¿les parece serio? Miren, la cultura es a los seres humanos, lo que la naturaleza al resto de los seres vivos (los anglosajones, siempre tan suyos, hablan de nurture frente a nature). Pues bien: los responsables del medio ambiente, a poco ecologistas que sean, hacen justamente lo contrario: intentar conservarlo en vez de cambiarlo. No parecería un acierto arrancar los pinos del Saler para plantar abedules: pues por la misma razón, lo mejor que podrían hacer los mandamases culturales es conservar las manifestaciones culturales existentes y ayudar a difundirlas, en vez de ensayar nuevas y extravagantes ideítas.

Por eso, me llama poderosamente la atención una noticia que trae el Levante-EMV del pasado 12 de julio. Resulta que Ángeles González Sinde, la ex ministra de Cultura de la época de Zapatero, se paseó -privadamente- por el Cabanyal para firmar un bordado que reproduce el documento con el que detuvo el plan que pretendía derribar un montón de edificios del barrio. El periodista añade que González Sinde ha dejado la actividad política, o sea que ni siquiera buscaba promocionarse, tan solo pasó por Valencia y los vecinos le agradecieron su antigua gestión conservacionista del patrimonio urbanístico. Doña Ángeles: chapeau, ojalá hubiera muchos como usted. No me sorprende. Contaré una anécdota que me sucedió con ella cuando era ministra. Estaba yo pronunciando una conferencia en la Casa de América de Madrid y de repente se abre la puerta y entra la ministra acompañada de su séquito. Tenía que inaugurar el ciclo, pero llegaba tarde, así que la subieron a la tribuna, me hicieron callar y procedió a inaugurar las jornadas. Cuando terminó de hablar, la comitiva se levantó para salir, pero ella los detuvo, me pidió excusas por haberme interrumpido, y me rogó que continuara la conferencia mientras ella se quedaba escuchando. No solo eso: hasta tomaba notas en un cuaderno, como si fuese una alumnilla. Recuerdo que pensé: -Esta dama -a la que no he vuelto a ver- acaba de dar una lección a tantos mandamases que mangonean el mundo cultural. Desgraciadamente, es la excepción que confirma la regla. Ya verán cómo, a poco que se consolide el nuevo Gobierno, entramos en un furioso periodo de reformas culturales. Y si no, al tiempo.

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