Levante-EMV

Levante-EMV

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

En busca del tiempo perdido

Josep Fontana (Barcelona, 1931-2018) Levante-EMV

El fulgor del marxismo en España fue efímero. Este diagnóstico fue el eje vertebrador de las ponencias presentadas durante las jornadas sobre historiografía marxista y compromiso político organizadas por la Fundación de Investigaciones Marxistas en noviembre de 2014, cuya compilación se publica ahora, al cargo de José Gómez Alén como editor, en la obra colectiva que aquí se reseña. De la epidérmica metabolización del marxismo por la escuálida intelligentsia española resulta esclarecedor un comentario atribuido a Javier Pradera. Cuentan que, durante una estancia en su casa familiar, ensimismado ante la contemplación de varios anaqueles repletos de libros de Marx, Lenin, Trotsky, Isaac Deutscher, Louis Althusser, Marta Harnecker y Nicos Poulantzas, lamentó con pesar: «qué tiempo perdido». En su contribución a las citadas jornadas de estudio, Josep Fontana, a cuya memoria y excepcional magisterio se dedica esta recensión, rescató de la autobiografía de Julián Gorkin una anécdota no menos reveladora de la displicencia con la que conspicuos dirigentes del socialismo español, como Indalecio Prieto, abordaron tanto la doctrina como la historia del marxismo. Al parecer, en 1930, había demandado al publicista y político valenciano que le recomendara alguna lectura de Marx o de Lenin para pasar el rato, no sin antes encarecerle que fuera «lo más sencilla posible», porque para dormirse, sentenció, «se bastaba él solo».

Como ha subrayado Manuel Vázquez Montalbán, tras su repunte con la derrota del totalitarismo al término de la Segunda Guerra Mundial, la coyuntural efervescencia del marxismo en España como referencia «científica, ética y estética» coincidió con las convulsiones sociales, políticas e intelectuales que precedieron a la eclosión de los soixante-huitards, circunstancia que se vio favorecida por el ambiguo marco de permisividad limitada abierto con la Ley de Prensa e Imprenta promovida por Fraga Iribarne en 1966 y por la aparición, casi un año antes, de iniciativas editoriales como Ciencia Nueva. En aquel contexto, no solo lo más granado de las vanguardias universitarias antifranquistas recurrió a Marx para cartografiar su incierto presente con perspectiva temporal y proyectar su transformación desde presupuestos «científicos», sino también sectores en principio tan renuentes a una perspectiva materialista como el progresismo cristiano realizaron todo tipo de piruetas verbales para cohonestar las aportaciones del pensador de Tréveris con las prédicas del redentor de Galilea.

El faro del marxismo irradió con todo su esplendor durante el tardofranquismo y la transición democrática, etapas en las que adquirió, en expresión de Cuenca Toribio, «una dorada pátina». Ante el retroceso del inmovilismo político y del integrismo académico, aportó como alternativa un solvente repertorio analítico del pasado insertado en el marco de un proyecto emancipador, lo que contribuyó a su asentamiento en algunas cátedras universitarias, a la paulatina conquista de espacios en los escaparates de las librerías y a su consagración como pensamiento hegemónico en los think tank de los partidos de izquierda. Pero estos, como estímulo al voluntarismo militante y con una espuria justificación pedagógica, divulgaron preferentemente una versión esquemática y rudimentaria, casi caricaturesca, de la obra de Marx, mediante la que transformaron un corpus analítico concebido para «pensarlo todo históricamente», en afortunada síntesis de Pierre Vilar, en una dogmática filosofía o teoría de la historia. A despecho del propio Marx, sus pautas metodológicas devinieron en un recetario infalible e insuperable capaz de deducir el pasado de un esquema teórico y de anticipar científicamente, no ya el mero curso de los procesos sociales, que también, sino incluso el rumbo de los fenómenos naturales.

Avanzada la década de los ochenta del siglo pasado, contribuyó a su ocaso tanto la irrelevancia o la desafección de las organizaciones políticas que lo adoptaron como referencia ideológica, como, a escala planetaria, la demolición del muro de Berlín y el colapso del modelo soviético, tras cuyo cataclismo se coronaba, urbi et orbi, un remozado sistema liberal-capitalista. Pero, desde hace una década, la agudización de las desigualdades en un capitalismo infatuado y depredador por carecer de alternativa ha contribuido a la enésima exhumación de Carlos Marx, cuyo legado ha sido desprovisto, en expresión de Fontana, de «verbalismo estéril», en las creativas revisiones realizadas por, entre otros, Antonio Gramsci, Raymond Williams, E. P. Thompson, Teodor Shanin, Slavoj Zizek, Maximilien Rubel o Marcello Musto. Desde esta perspectiva, tanto Josep Fontana como Francisco Erice abogan por la vuelta a Marx y al materialismo histórico, ya que, expurgado de las aportaciones que contribuyeron a su fosilización, proporciona las herramientas mejor sistematizadas y coherentes para combatir el capitalismo y vislumbrar «formas de organización social más justas y más libres». Ambos, como B. D. Palmer, radican el conocimiento histórico justo en el vértice donde confluyen la interpretación del mundo y la voluntad de cambiarlo. Precisamente en esa encrucijada reside el vigor y la vigencia del materialismo histórico, porque, como lúcidamente sentenció Pier Paolo Pasolini en Las cenizas de Gramsci, de qué nos sirve iluminarnos con el conocimiento histórico si ignoramos para qué sirve la luz.

Compartir el artículo

stats