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De la felicidad también se sale

Marino Pérez, José Carlos Sánchez y Edgar Cabanas trituran la idea actual de la máxima satisfacción emocional y, de paso, todo lo que la rodea

De la felicidad también se sale

Si es usted una persona correctamente socializada en el Primer Mundo de comienzos del siglo XXI, seguramente considere que el sentido de la vida consiste en alcanzar la felicidad. Es probable incluso que entienda que esto es algo obvio, hasta el punto de que ni siquiera valore otras posibilidades ni prevea que nadie pueda opinar de otra manera. Venimos a la vida para ser felices; estudiamos, nos relacionamos entre nosotros, tomamos decisiones, para ser felices. Justificamos nuestra conducta y la de los demás por la felicidad que procuran. Como los medios de comunicación y una potente industria se empeñan permanentemente en recordarnos, la felicidad -la positividad, el optimismo, la autoestima incondicional- es el principio y el fin de todo: mejorará nuestra salud, nos hará triunfar en nuestros puestos de trabajo, aumentará nuestro nivel económico, nuestro éxito social, nuestra esperanza de vida, o, por lo menos, hará que nos sintamos más satisfechos con todos estos aspectos. Si partimos de ser felices, es muy probable que lleguemos al objetivo de ser felices.

Si es así, si es usted una persona correctamente socializada en el Primer Mundo de comienzos del siglo XXI, podría beneficiarse de la lectura de La vida real en tiempos de la felicidad, el nuevo y ambicioso ensayo firmado por Marino Pérez, José Carlos Sánchez y Edgar Cabanas, tres de las figuras más relevantes de la Psicología española de este momento, en donde se desmonta de forma exhaustiva y precisa la cara oculta de la «happiología» como ideología del sistema económico actual, con especial atención a sus orígenes en las diferentes visiones del ser humano que los diferentes avatares del capitalismo norteamericano han ido produciendo, al papel social y político que tal ensimismamiento narcisista está desempeñando aquí y ahora, y a la denuncia de las trampas pseudocientíficas de los nuevos enfoques de la Psicología académica que justamente pretenden haber conseguido crear una «ciencia de la felicidad».

La situación resulta ser ciertamente paradójica: en la sociedad con mayores niveles de soledad de la historia, con las tasas de consumo de psicofármacos más altas que nunca se han conocido, los individuos se lanzan a presentarse públicamente ante los demás presumiendo a los cuatro vientos de lo felices que son a través de nuevas formas de comunicación social caracterizadas por la premeditación y el fingimiento. Algo huele a podrido en Happylandia. En este contexto de dictadura de la positividad, aparece una nueva rama dentro de la Psicología académica, la autoproclamada «Psicología positiva», que asegura poseer las claves para la consecución del bienestar emocional permanente. No se presentan como filósofos, ensayistas o moralistas. Ésas son profesiones del pasado. Ellos -por ejemplo, Martin Seligman, uno de los principales autores de este movimiento- aseguran ser científicos que han dejado atrás la época de la especulación para abordar la tarea de un estudio naturalista y objetivo de un fenómeno atemporal como la felicidad.

Sin embargo, tras el análisis de Pérez, Sánchez y Cabanas este plan de investigación se revela como una impostura meramente ideológica, un teatrillo cientifista hecho a base de cuestionarios de Perogrullo y supuestas fórmulas matemáticas más cercanas a la risa que al rigor conceptual, por muchas subvenciones que los «científicos» reciban de la Fundación Templeton. No es un juego de palabras decir que la Psicología Positiva peca de filosofía positivista, y la Sociología de la ciencia seguramente bastará para dar cuenta de este subproducto académico.

El repaso a sus logros es descorazonador: tras varias décadas de estudios no pueden ofrecer entre sus hallazgos más que obviedades, efectos placebo y un malvado regusto a que todo lo que le ocurre a la persona siempre será culpa de ella y, en último término, sólo será infeliz el que quiera serlo, ya que la felicidad se encuentra al alcance de todos, sean cuales sean sus condiciones objetivas de vida. Sonríe o muere, como diría Barbara Ehrenreich. Es inevitable percibir el tufo político a inmovilismo social que desprende este afán por subjetivizar el bienestar emocional, quitando el acento de los elementos micro y macrosociales con los que la persona opera, y poniéndolo en la forma en como éstos son percibidos por el individuo. Al final, para ser feliz incluso en Alaska basta con ponerse las gafas de la felicidad. Es el nuevo criterio de éxito en la vida, el primero en el que verdaderamente existe igualdad de oportunidades gracias a la nueva democracia de las emociones. No es de extrañar que en las encuestas todo el mundo se declare feliz, ¿quién va a reconocer que, pudiendo elegir voluntariamente ser un ganador, ha preferido optar por ser un perdedor? Raro será que entre tantos selfies no se salga riendo en alguno de ellos para colgarlo en las redes sociales?

¿Cómo ha podido ocurrir este fraude? ¿Cómo ha podido la endeble Psicología positiva alcanzar el reconocimiento y el estatus académico con el que cuenta en la actualidad? Una vez más, la Psicología ha cometido el error de presentarse como una ciencia objetiva y natural, en vez de entender que todos sus contenidos poseen una dimensión sociohistórica, cultural, que aleja a esta disciplina del ámbito de las ciencias físicas al uso. Esto resulta ser especialmente cierto en el caso de la idea de felicidad. Contra la visión de la felicidad como un contenido ahistórico, universal en la condición humana, que sólo ha variado en la voz con la que se le designa en cada lengua -como si la eudaimonia de Aristóteles fuera lo que estudia el Instituto Coca-Cola de la Felicidad-, los autores de La vida real en tiempos de la felicidad defienden la idea de que sólo se comprenderá cabalmente de qué hablamos cuando hablamos de felicidad hoy en día si se realiza un recorrido sociohistórico por los orígenes culturales de la felicidad positiva actual.

Y así, la parte central del libro repasa los últimos doscientos años del capitalismo norteamericano, consiguiendo crear una «historia de la felicidad» hecha a base de ética empresarial, religión, transformaciones del mundo laboral y psicología industrial, en un país construido, desde su primer presidente hasta el último, sobre el dogma del individuo autocontrolado y autodeterminado. Esta historia es sinuosa y tortuosa, y aunque su recorrido no es lineal, podría considerarse que el curso que une a los puritanos con el trascendentalismo de Emerson, continúa con los movimientos del Nuevo Pensamiento y del Pensamiento Positivo, para terminar desembocando en la felicidad actual de los «coaches», los «influencers» y las «TED talks», se caracteriza por un lento cambio de foco de Dios al individuo, de la laboriosidad y el esfuerzo a las emociones positivas, de la salvación al bienestar. La línea que va de Emerson a Seligman es la línea que va de la producción al consumo, dos caras de un mismo fenómeno. Ahora ya tenemos criterios para entender a qué se refiere, por ejemplo, Rafael Santandréu cuando coloca cada libro suyo sobre la felicidad en el número 1 de los bestsellers en nuestro país.

Y gracias a ese recorrido histórico también ahora podemos plantear trayectorias alternativas al concepto de felicidad que se nos pretende inculcar desde la Psicología positiva. Que nadie entienda que la crítica a la felicidad hedonista, canalla, la que sienten los bueyes cuando comen guisantes, supone algún tipo de defensa del ascetismo o de un sufrimiento que poder ofrecer a los dioses. La última parte de este libro se dedica a proponer un horizonte más amplio que dé cabida a criterios de evaluación de los cursos vitales más allá de su mero tono hedónico, positivo o negativo. Es necesaria una visión del ser humano en donde las experiencias no sean juzgadas únicamente por el placer o el displacer que procuran a las personas -habida cuenta de la inevitabilidad de ambos-, sino que incorporen éstos a los actos de regulación de una vida vivida con sentido, vivida a propósito, movida más por valores que por complacencias, propia de un yo no individualista inserto en un contexto social, histórico y político.

Tras la lectura de La vida real en tiempos de la felicidad se entiende no sólo por qué los libros de autoayuda no contienen la receta de la felicidad, sino por qué tal receta no puede existir. Se defiende un yo que se despliega sobre el mundo de los otros, no que se repliega hacia su propia experiencia íntima, fuente quizá de placer o de sufrimiento, pero con seguridad de intrascendencia. Pocas cosas acaban generando más sufrimiento que la obcecación por negar el malestar y perseguir el bienestar. Si acaso al término de la vida habrá ocasión de preguntarse si hemos sido felices o no, aunque muy probablemente esta cuestión habrá perdido entonces toda importancia. Corren buenos tiempos para la tentación de la inocencia y el narcisismo, pero, como por otro lado señalan también los autores del ensayo reseñado, conviene no olvidar la buena noticia de que de la felicidad también se sale. Y este libro contribuye a ello.

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