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El constipado ontológico

Desde el Mesozoico de mi biografía, desde mi primer constipado consciente -del que no guardo una memoria clara, por supuesto- arraigó en mí la certeza de que estar constipado no es una enfermedad, sino una manera de ver el mundo. Se trata de un accidente ontológico que interesa todas las partes del cuerpo y todos los rincones del espíritu. Cuando se está bajo su influjo, se «es» un constipado y nada más, y uno comprende que se ha instalado en nosotros el invierno con todas sus consecuencias. Ya está aquí otra vez, ha vuelto, nos decimos.

Hasta entonces vivía agazapado dentro de nosotros, veraneando (que es como pasan la mitad del año los constipados, en estado de hibernación paradójica), como un loco que rumia sus consignas en silencio, y que, llegado un buen día, decide salir a la calle a sembrar el mundo de flemas, y de dolores de cabeza, y de toses, y de estornudos, y de ojos llorosos.

Para los necesitados de llevar los asuntos al terreno político, podría decirse que el constipado constituye también una ideología, una suerte de anarquismo ocasional, de nihilismo pasivo que aspira a destruir el sistema desde el sofá de casa, sudando la gota gorda, mientras la fiebre nos inspira ideas perversas para acabar con la población sana, que sigue su vida irresponsable al margen de nuestro derrumbamiento. La gente constipada es furiosamente individualista, radicales de

A los estetas siempre les ha chiflado constiparse, lo ven como un aditamento más de su amada decadencia, una joya melancólica y prestigiosa que los adorna mientras ellos asisten al ocaso de la civilización desde el mirador de su palacio, recostados en una chaise-longue y cubiertos por una manta de marta cibelina, brindando con champán a la salud del Apocalipsis. Pero es que los estetas son capaces de todo con tal de sobresalir por encima del vulgo municipalmente constipado.

Más que a tomar conciencia del cuerpo y su fragilidad, a mí el constipado me transporta a un lugar intermedio y sin nombre definido que se halla entre el cuerpo y la mente, un limbo en el que pensar produce dolor y sentir causa agotamiento. Me instalo en una postración de estirpe unamuniana, para entendernos en el diagnóstico. Y allí comienzo a rezar a la diosa Farmacopea, la griega bondadosa, la griega samaritana, la griega paliativa, que me envía a sus hijos más amados hasta el lecho de mi delirio: el invencible y musculoso Paracetamol, el sabio y prudente Dextrometorfano, la astuta y arriscada Clorfenamina, y, para los casos más necesitados de lucidez, la pequeña e irreflexiva Cafeína, la más despierta de las de su sangre, la del pulso agitado por sus afanes.

Desde el punto de vista de la preceptiva literaria, el constipado me ha instruido acerca de que los escritores viven atrapados en el autobiografismo, tanto si lo practican como si huyen de él. Escribe, cuerpo, parece que nos diga una voz imperiosa. Habla de tu constipado ontológico. Canta a tu constipado antológico.

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