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El disco blanco de los Beatles: juntos pero no revueltos

El músico Nicolás Pastoriza comenta en este artículo una de las obras maestras de los cuatro de Liverpool, el «White Album» (1968), que cumple medio siglo y ahora se reedita con extras

El disco blanco de los Beatles: juntos pero no revueltos

Quede claro antes de nada que tras hablar del «Rubber Soul», del «Revolver» y del «Sgt. Peppers» como obras maestras de la historia de la humanidad, con el Álbum Blanco seré un poco más picajoso. Para los no fans, este disco y el «Abbey Road» suelen ser los álbumes que molan y aunque es cierto que lo adoro, le veo algunas aristas perdonables, pero aristas al fin y al cabo.

Si las obras anteriores son puntos de inflexión en la historia del pop por innovación, por cancionazas e inspiración desmesurada, el AB básicamente es único en tanto en cuanto siempre será el álbum doble por autonomasia, trufado de material para algunos excesivo y para otros desconcertante, tanto por su innegable belleza como por su inquietante surtido de rarezas en el buen y en el mal sentido de la palabra... Ah... y también pasará a la historia por ser el primer álbum de los Beatles en solitario. Sí, seguían juntos como banda y todavía en la cumbre a punto de precipitarse por la ladera de su propio cansancio, pero ya se mascaba la bajona. Para empezar, Brian Epstein, el hermano mayor y manager de las cuatro criaturas, había muerto de sobredosis de tristeza y otras averías un año antes tras verse desplazado en sus funciones. Las sesiones de grabación que antes habían sido el summun del paraíso creativo, ahora son un verdadero infierno tanto para ellos como para sus colaboradores de confianza, léase George Martin y Geoff Emerick, productor e ingeniero de sonido respectivamente.

Ya no son cuarteto. Son cuatro individuos con más desencuentros que lugares comunes. Y esos espacios comunes eran necesarios si el mundo quería seguir disfrutando de sus impagables tesoros sónicos en el atardecer de una década que se empezaba a cuajar de amaneceres con olor a napalm a miles de kilómetros de Abbey Road. Aun volviéndose unos idiotas para ellos mismos, dejarían en este disco verdaderas joyas. Si bien el grado de genialidad empezaba a menguar, quedaba mucha buena tela por cortar. Y dado que es una pieza maravillosa del desencuentro, vayamos con las aportaciones de cada uno de sus protagonistas:

? Ringo. Aunque su sublime estilo fluye inconfundible por las cuatro caras, Paul (el aventajado multiinstrumentista) decide ocupar su puesto para darle un aire más «contemporáneo» a las bases rítmicas de según qué tema. «Back in the USSR» es el ejemplo más notable y el primero del disco. ¿Hacía falta tal usurpación? Pues no, y claro, esas maniobras desquician. Ringo abandona el nido mosqueado y estos tienen que implorar su regreso llenando de flores su baqueteada Ludwig. Este vuelve más rápido de lo que se fue, aportando su primera canción al repertorio FAB: «Dont Pass Me By» («No me adelantes»... curiosamente) tema bastante prescindible... Además, Starr es la voz solista de la nana dulzona titulada «Good Night», tipo Walt Disney, que cierra el disco, curiosamente compuesta por el siempre áspero pero también muy moña John Lennon.

George Harrison. Aporta como compositor cuatro canciones: la soulera «Savoy Truffle», la burlona «Piggies», la preciosa «Long, Long, long» y un imprescindible himno de su últimamente fructífera cosecha: «While My Guitar Gently Weeps», donde invita a Eric Clapton como guitarra solista, previsiblemente para impedir que Macca metiera mano y para apaciguar la sesión basándose en aquello de que cuando hay alguien de fuera, nadie quiere quedar como un capullo. George crece como compositor y evoluciona como guitarrista desde entonces, preparando lo mejor de su repertorio para la parte final de la banda y el comienzo de su propia carrera («All Things Must Pass» es considerado por muchos el mejor disco de un beatle en solitario).

Paul. Tras la muerte de Epstein, Macca se autoproclama sucesor natural del manager e intenta inyectar dosis diversas de fe, aunque casi siempre pinche en hueso. Medio manager, medio productor, medio compositor, se entiende que por su extrema serenidad preocupará contagiar parte de su ya proverbial entusiasmo al resto. Desde atronadoras maravillas como «Helter Skelter» o sublimes baladas acústicas, «Mother Nature's Son», «Blackbird», a temas que Dios confunda como «Obladi Oblada»... Desde piezas arquetípicamente suyas: «I Will», «Honey Pie» o «Martha My Dear» al rockanrolleo autoinfligido como «Why Don't We Do it in the Road?», «Birthday»... que rezuman improvisación de última hora y autoindulgencia por un tubo. En todo caso, hasta en los momentos más bajos se le nota que cree en lo que hace como si del primer disco se tratara. Siempre me impresionó su forma de darle credibilidad a lo suyo y a los temas del resto, la convicción con que aborda todo lo que se graba, pues hasta al peor tema le aporta una dosis indiscutible de envidiable verdad. Será su «Hey Jude», el single de estas sesiones, el tema más popular de toda la larga lista y uno de los buques insignia del repertorio beatle.

John. El paso del ácido a la heroína, de su primer matrimonio a Yoko Ono, de la desolación infantil al estrellato y del estrellato a la incógnita por despejar que significa «the next big thing»... Esos tránsitos tienen a JL en un brete importante. Él, que ya de por sí es bastante inestable, empieza a dar muestras de cansancio no solo físico si no profesional, sobre todo en lo que se refiere a él mismo como personaje beatle, concepto que al parecer se niega a manejar, con soltura. No quiere ser lo que se supone debe ser un melenudo yé-yé, y por lo de pronto va dejando clara su nueva fuente de inspiración en la cual necesita reinventarse. Yoko es un nuevo concepto en sí misma, un nuevo eslabón en el arte pop que los Beatles deben adoptar como paso decisivo de su evolución natural... Y si no va a ser así, ellos dos solos se bastan. Este es el último disco de los Beatles donde John Lennon hace SUS canciones CON y PARA los Beatles. Quedarían aún «Let it Be» y «Abbey Road» por ver la luz, pero salvo pequeñas excepciones, sus últimas genialidades están en este doble blanco. Lo demás hasta su muerte serán como mucho grandes canciones, lo cual ya es bastante.Y suyas son las brillantes «Dear Prudence», «Happiness is a Warm Gun», «Julia», «Sexy Sadie» y «Cry Baby cry». Las inquietantes «Everybody's Got Something to Hide Except Me and My Monkey», «Glass Onion» y «Yer Blues» (esta última, un síndrome de abstinencia desgarrador) las dos Revolution: «Revolution 1», que como manifiesto revolucionario ad hoc tiene un pase; y «Revolution 9», que viene siendo «el habitual experimento lennoniano» con un resultado diametralmente opuesto a «Tomorrow Never Knows» del «Revolver». También está «Bungalow Bill», que viene siendo algo así como su propio «Obladi Oblada», el cual, afortunadamente, pasa más desapercibido.

Martin. El productor de todos los productores con ese semblante relajado de piloto inglés recién bajado de un Spitfire. Sir George Martin empezó a flaquear y a no querer ó no saber como dirigir aquel circo de cuatro pistas. Si decidió algunos arreglos de cuerda puntuales, insistir que redujeran el álbum doble a sencillo y tras solo tirar dos canciones a la basura, ordenar las resultantes de la criba para dar consistencia a la obra. Aquellas sesiones le produjeron un alto grado de estrés, lo que propició la necesidad de irse (huir) de vacaciones en medio de la grabación dejando «al mando» a su joven asistente Chris Thomas.

Geoff. El primero en abandonar el barco (hasta regresar para las sesiones de Abbey Road) fue Geoff Emerick, el habilidoso técnico de sonido y mago de miles de trucos sonoros en trabajos anteriores. Al parecer, durante la grabación de las voces de «Obladi Oblada», tras una discusión entre Paul y George más o menos en la onda «va a hacer una duodécima toma de coros tu p... madre», Geoff -que pasó a mejor vida el pasado 2 de octubre- le comunica a Martin entre lágrimas que se larga... que ya no los soporta más. Este, como comandante en jefe, le pide que resista hasta el final, ya que el que necesita unas vacaciones urgentes es él mismo.

Yoko. Al parecer le cogió un par de galletas a George Harrison y hubo movida. Sin embargo, y pese a lo misógino y machista que fueron todos los ataques, hay algo misterioso de ella en este álbum que impregnó con su sola presencia. Puede estar en el diseño, pues aun siendo de Richard Hamilton la portada, ese misterioso minimalismo tras el exceso colorista del «Sgt Peppers» es muy Ono, así como alguna travesura sonora...

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