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Félix Ovejero: "La izquierda recicla las ideas reaccionarias que combatió"

Félix Ovejero: "La izquierda recicla las ideas reaccionarias que combatió"

La izquierda se distancia de su sustrato primordial de racionalidad y de sus ideales universales para dejarse de seducir por propuestas con las que en otros momentos históricos confrontó. Félix Ovejero (Barcelona, 1957), profesor de Filosofía Política en la Universidad de Barcelona, ahonda en su libro más reciente La deriva reaccionaria de la izquierda (Página Indómita) en el lastre de un sector ideológico del que cabría esperar respuestas en estos tiempos difíciles. A diferencia de otras visiones denigratorias de ese cambio, Ovejero, firmante del manifiesto que fue el germen de Ciudadanos, formación de la que se distanció tras el abandono de la socialdemocracia, analiza esa mutación desde dentro de la propia izquierda.

P ¿En qué consiste la deriva reaccionaria que da título a su libro y cuando comienza, si es que podemos ponerle un principio?

R En el abandono de ciertos compromisos racionalistas, emancipadores y universalistas. La izquierda ha reciclado ideas profundamente reaccionarias que tradicionalmente combatió, desde la apelación a la identidad -como opuesta a la ciudadanía, de naturaleza igualitaria y universal-, como fundamento de la comunidad política, del sentimiento y las emociones como justificación de los reclamos políticos -como opuesto a la imparcialidad y la justicia-, o la compresión, cuando no la defensa, de la religión -la acusación de islamofobia, por ejemplo- que poco tiene que ver con la democracia entendida con ejercicio compartido de la razón. Sin que falte, por cierto, una mirada desconfiada hacia los resultados de la ciencia cuando se juzgan incómodos políticamente.

P Sostiene que la izquierda ha abandonado postulados que estaban en su razón de ser desde la Revolución Francesa. ¿Cuánto cabe atribuir a la propia evolución interna y cuánto a la propia sociedad, abonada a un presentismo que ignora todo pasado?

R Mi disección es, antes que histórica, analítica, de desmenuzar ideas. Además de las responsabilidades propias, entre ellas la ignorancia de que una parte del programa de la izquierda se ha realizado, basta con repasar los reclamos de la izquierda en los años de El Manifiesto Comunista, creo que para entenderlo habría que examinar algunas dinámicas de la propia democracia que alimentan el comportamiento irresponsable y miope de los ciudadanos, ajenos a las consecuencias de sus decisiones, preocupados solo por lo más inmediato.

P ¿El proceso que expone es, ante todo, el de la progresiva pérdida de peso de la razón?

R Es un modo de resumir un conjunto de tendencias. Se podría decir de otro modo: es un progresivo aumento de tesis romántico-historicistas que, en sus versiones más extremas, están en el origen del pensamiento más oscuro, y con implicaciones políticas más sombrías, de la reciente historia europea.

P ¿Podemos vincular esa deriva de la izquierda a su actual incapacidad para dar soluciones cuando en escenarios similares sí tenía algo que ofrecer?

R Más bien diría a una incapacidad para abordar retos nuevos con heurísticas, con esquemas interpretativos, que no sean puramente reactivos. Por ejemplo, más allá de una vacua palabrería, se ha despreciado la tradición republicana, asociada al imperio de la ley, a la universalidad de derechos y libertades, a la hora de abordar los conflictos culturales. Basta con ver el insensato apoyo a las identidades culturales de las comunidades autónomas, que están quebrando la igualdad de acceso a las posiciones laborales entre los ciudadanos. Lo que no tiene sentido es reajustar ese guion, esto es, debilitar esos principios.

P Responda a su propia pregunta: ¿Cómo es posible que la peor crisis del capitalismo sea también la crisis de la izquierda?

R No diría que es la peor crisis. La última, al menos, nos ha cogido con protecciones sociales y algún conocimiento teórico no despreciable. Lo indiscutible es que con la crisis del socialismo real y los fracasos de las políticas de «transición al socialismo», las que pudo intentar aplicar la izquierda francesa de los años de programa común, de Miterrand, muy pegadas a mercados políticos nacionales, lo único que quedaba era un defensa reactiva y acrítica del estado del bienestar. Había propuestas interesantes, como las renta básica, pero con un soporte político débil y, seguramente, no lo suficientemente articulada con otras propuestas.

P ¿Cómo explica la seducción de la izquierda por el nacionalismo y el olvido de los auténticos fundamentos de la identidad?

R La explicación hay que buscarla en una falacia extendida por los nacionalistas y que la izquierda ha comprado: identificar España con el franquismo. La izquierda, en rigor, debe ser crítica con el nacionalismo que asume que la identidad es el fundamento de la comunidad política, que justifica privilegios, entre ellos, el de no redistribuir con los otros y establecer barreras arbitrarias (como los requisitos lingüísticos) para acceder a los trabajos. En su núcleo último, y más consecuente, el nacionalismo no es diferente del racismo o el sexismo: unos cuantos, en virtud de sus propios rasgos, reclaman sus privilegios o unos derechos especiales, entre ellos, en el caso del secesionismo, el de privar a los ciudadanos de sus derechos en una parte de su país.

P ¿Hay un exceso de tolerancia o de falta de criterio en la izquierda que termina por desdibujar lo que resultaría admisible y lo que no?

R Mejor una falta de criterio a la hora de sopesar. Lo digo porque la izquierda ha recalado en nuevos puritanismos que están vetando el debate de ideas en nombre de los sentimientos, de una cultura de la queja que invoca, sin más argumentos, el «me siento ofendido» para prohibir las discusiones. En EE UU eso ya ha llegado a las universidades. Si los resultados empíricos de una investigación se juzgan peligrosos o molestos u ofensivos se intenta acallarnos. Un delirio que, por lo pronto, ignora la naturaleza normativa de los ideales emancipadores. Confundir hechos y valores es la falacia más antigua del mundo.

P Cuestiona que el estado de bienestar sea una conquista en los términos en que ahora se nos presenta y que tiene ya un grado de institucionalización que dificulta su regresión. ¿Es así?

R El Estado del bienestar no es el resultado de un proyecto meditado, planificado, como pueda ser un proyecto urbanístico o, más cercanamente, la renta básica. Es un proceso de decantación histórica, como lo puede ser la globalización. Nadie dijo nunca «vamos a globalizar», como nadie dijo «vamos a fundar el feudalismo». Por supuesto, en el Estado del bienestar hay conquistas sociales, educación, sanidad, seguro de desempleo. Pero también están las huellas de los poderosos, de quienes tienen más capacidad de hacerse escuchar, grupos de interés organizados, cada uno tironeando de sus cosas, en una guerra posicional, sin que importe la calidad moral de sus exigencias.

P ¿Coincide con quienes identifican la desigualdad como el mayor problema a que nos enfrentamos ahora?

R Sí. Sin duda, estamos mejor que hace cien años. También los que están peor. Pero reconocer eso no puede llevarnos a ignorar que, entre otras cosas, las agudas desigualdades socavan las experiencias compartidas, sitúan a los ciudadanos en mundos alejados y, por ese camino, minan las condiciones de la democracia. Es otro modo de encapsular identidades, estas sí, bien reales.

P ¿Cómo corregir esa deriva reaccionaria de la izquierda?

R Por lo pronto, no errando el diagnóstico, como sucede cuando se dice que la renovación de la izquierda pasa por renovar sus principios. Los valores no caducan. La igualdad, la libertad, la autorrealización o la fraternidad valen tanto hoy como hace doscientos años. El reto está en cómo los institucionalizamos, en cómo nos sirven de guía ante realidades nuevas y, sobre todo, en como los preservamos en los escenarios políticos como las democracias modernas, poco sensibles a la racionalidad, que funciona alentando emociones, prioridades del corto plazo y encanallamiento de la vida cívica.

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