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Verlo venir

Si la Historia fuese previsible, no sería la Historia: sería la Historiografía. Es decir, sería el relato de lo que ya ha sucedido, ejecutado con la voluntad de entenderlo. Si el destino de cada uno de nosotros resultara predecible, no sería nuestro destino particular, sino que se trataría de nuestra autobiografía. Es decir, consistiría en la narración, más o menos fiel a la realidad, de lo que hemos logrado a vivir, escrita con la intención de entendernos a nosotros mismos. La característica fundamental de los acontecimientos del futuro inmediato es su inmediatez sorprendente. Nada de lo que sucede sucede como imaginábamos que iba a suceder, por mucho que nos disfracemos de profetas.

La realidad suele comportarse de manera tozuda y reiterativa: siempre nos pilla desprevenidos. El gran Clément Rosset habló muchas veces sobre la dificultad de los seres humanos para aceptar lo real tal y como se produce, y sobre la necesidad que tenemos de fabricarnos un doble para lo real. Lo más obvio, cuando hablamos de la realidad, es que se comporte como suele hacerlo, y, sin embargo, siempre nos sorprende que lo haga. La muerte sería el ejemplo supremo. Sabemos que no hay obviedad mayor que el hecho de que todos tengamos que morir; pero por mas repeticiones de la muerte que se hayan producido, la muerte no puede dejar de asombrarnos, de petrificarnos por su paradójica condición insospechada.

Yo lo vi venir, dicen algunos, ante las catástrofes domésticas, ante las hecatombes históricas, ante las calamidades políticas. Yo ya os le dije, y lo dejé escrito en mis obras mayores, afirman otros, los sabios de la tribu, los augures. Yo os advertí de que el desastre ya nos había dado su primer mordisco, sentencian los filósofos de la acidez de estómago.

Pero la verdad es que nadie ve venir nada nunca. Nadie ha dado jamás la voz de alarma, y, si la ha dado, lo ha hecho de una forma tan débil que no se le ha escuchado lo suficiente, o lo ha hecho en un lugar tan alejado -en mitad del desierto- que no estábamos allí para escucharlo. Hasta la fecha, nadie ha podido ponerse a salvo del naufragio de la historia. Nadie ha resultado inmune a los hechos del destino.

No se trata de hacer una exaltación del fatalismo, sino de comprobar que las cosas suceden con respecto a su propio método de suceder: eso que luego hemos denominado fatalidad.

El destino siempre posee características meteorológicas, y la meteorología siempre nos deja con la boca abierta. Por mucho que el hombre del tiempo haya previsto que mañana lloverá, cuando llega mañana y llueve, siempre observamos la lluvia con cara de pasmo, como si fuese la primera lluvia sobre la tierra, y nosotros fuéramos el primer hombre que la ve caer.

Mi lema es «Yo no lo vi venir». Y si lo vi, no vino como me parecía. Mi divisa es una exclamación, sobre campo de dudas: ¡Fue diferente! Mi epitafio, apenas visible sobre el mármol: ¿Quién nos lo iba a decir?

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