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Demencia y sintaxis

Desde hace algún tiempo, un familiar muy querido padece demencia senil. Es una variedad, según parece, vascular: el cerebro, con los años, deja de recibir el riego que necesita y se atrofia. Nos secamos, y al secarnos se producen todo tipo de misteriosas alteraciones en nuestras facultades psíquicas. Es una idea aterradora, que convierte nuestro cuerpo en lo que las enfermedades graves lo suelen convertir: en una suerte de teatro en donde se representan de forma permanente obras de terror. Una sesión continua en donde echan viejas películas de miedo, pero sin que sepamos que son películas, ni que son viejas. Lo que nos espera no pinta nada bien, por más que uno trate de ser optimista con respecto al reparto de catástrofes que ejecuta el destino cada día.

Ese familiar al que me refiero sufre algunos síntomas tópicos de estas enfermedades, y otros que de los que no había oído hablar nunca. Por ejemplo, suele ver negros con frecuencia, y no le gustan nada. Una persona que jamás había tenido ni un ápice de veleidades racistas, ha terminado cogiendo manía a los negros reales e imaginarios, a los que dispensa desinhibidos insultos que jamás habían salido de su boca cuando era dueña de su cabeza.

Mi pariente -y esto no sé si es común o si se trata de una originalidad propia de su particular forma de perder el juicio- hace constantes asociaciones verbales de carácter fonético y semántico. Por ejemplo, ve a mi mujer, que se llama Ángeles, y puede decirle: «Hola, Ángeles. Ángeles, Ángeles, los Ángeles de San Rafael, de Paula, el torero gitano, con lo rico que está el brazo de gitano y yo no tengo ni un duro, a mí me gusta el pan blando». Y esos saltos constantes de un asunto a otro se suelen producir a una velocidad de vértigo, que hace difícil seguirles la pista.

Me da la impresión de que el cerebro de mi familiar se acelera de una forma ingobernable, de manera que la verbalización es un caos sin otra lógica que el mismo desorden.

Además de la profunda tristeza de verlo atrapado en un laberinto cuyas puertas, paredes y pasadizos son su persona, el caso me ha dado mucho que pensar respecto al lenguaje.

A menudo repetimos como una certeza indiscutible que la posesión del lenguaje es la facultad que nos distingue a los humanos frente al resto del universo. Somos, insistimos, el único animal reflexivo, la única criatura que se pregunta por su condición mediante el lenguaje. Sin embargo, creo que no basta la posesión del lenguaje para adquirir (y mantener) lo que nos convierte en humanos. Mi familiar posee la facultad del lenguaje, pero su delirio lingüístico nos obliga a pensar que ha perdido buena parte de su humanidad: lo vemos animalizado, perdido, cosificado en buena medida.

Más que la sola posesión del lenguaje, lo que nos vuelve humanos por completo es un determinado uso de esa facultad, un manejo ordenado de las palabras. La sintaxis.

¿Y si lo propiamente humano fuese, sobre todo, un sistema verbal ajustado a las cosas del mundo: una literatura?

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