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Ley de Malthus

Como es sabido la ley de Malthus, postulada en su tratado An essay on the principle of population (1798), establecía que la población crece en progresión geométrica mientras que los alimentos lo hacen de forma aritmética, con lo que la catástrofe estaría a la vuelta de la esquina. Lo que la gente no suele saber es que este Thomas Robert Malthus, al que considera una especie de ecologista que animaba a mejorar los métodos de cultivo, era un facha de cuidado porque la solución que propone es la siguiente. «En vez de recomendarles limpieza a los pobres, hemos de aconsejarles lo contrario, haremos más estrechas las calles, meteremos más gente en las casas y trataremos de provocar la reaparición de alguna epidemia». Ya ven. Según Malthus, lo que debe hacer el estado es poner todos los impedimentos que estén a su alcance para que la gente sobrante -pobres, naturalmente- mueran como ratas.

Debemos reconocer que sus ideas han tenido un éxito notable. Las convenciones culturales, en cuyo horizonte nos movemos, suelen reducir el grupo de los villanos a monstruos como Hitler, quien se llevó por delante a seis millones de judíos en los campos de exterminio y, tan solo en la URSS, a diez millones de combatientes y a veinticinco millones de civiles durante la guerra porque el III Reich necesitaba Lebensraum («espacio vital»), es decir, porque los alimentos no llegaban para todos y había que reservarlos para el pueblo elegido. Sin embargo, nuestra cultura occidental conoce y ha conocido otras formas de malthusianismo, menos estridentes, si se quiere, pero no menos efectivas. Ahora mismo tenemos una coalición de malthusianos que la ha tomado con los refugiados. Se llaman Trump, Salvini, Orban o Duda y su argumento viene a ser el mismo: «lo mío, primero». Por ejemplo, Donald Trump suscribe lindezas como «America, first» y Andrzej Duda llama a la UE «comunidad imaginaria» y se niega a colaborar con el argumento «arreglemos Polonia, porque esto es lo más importante». El resultado lo tenemos a la vista. Los refugiados se amontonan en campos de concentración con unas condiciones de salubridad mínimas y una alimentación deficiente, con lo que su cifra poblacional se reduce. Mientras tanto, otros refugiados intentan cruzar el Mediterráneo en pateras que nadie quiere acoger, y los que lo logran ven como sus campamentos -por ejemplo, el de Baobab en Roma- son arrasados por orden de Salvini, el ministro del Interior que no quiere que «Italia se convierta en el campo de refugiados de Europa». En España no se deja morir a ningún refugiado ni mucho menos se lo elimina directamente. Pero hay maneras más sutiles de cumplir la consigna malthusiana. Por ejemplo, el Tribunal Supremo ha condenado al estado español por dejar de tramitar la solicitud de asilo de casi veinte mil refugiados procedentes de Grecia e Italia que nos correspondían en el cupo de la UE. Es la política de la resistencia pasiva.

Como dice el cura del chiste: «predicar no es dar trigo». Lo malo es que no solo se trata de un chiste. Un dicho muy común entre la gente de bien es el que sostiene que «la caridad bien entendida empieza por uno mismo». Estoy seguro de que en las pasadas fiestas no se oyó tan apenas porque todo fueron mensajes de paz, armonía y demás tópicos navideños como el de los Reyes Magos de Oriente, esos que vienen a traernos regalos para conmemorar la historia de cuando se los trajeron a un niño pobre de Belén que poco después se convirtió en refugiado. No me consta que tuviera en Egipto los problemas que han tenido sus sucesores en el siglo pasado y en el actual. Seguramente los campesinos del país del Nilo no habían leído a Malthus. Los evangelios apócrifos adornan el relato de este viaje con una serie de milagros de la naturaleza, la cual contribuyó a esconder a la familia sagrada de sus perseguidores o a proporcionarle alimento. Por desgracia nuestra sociedad católica solo conoce el texto canónico.

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