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Esa pareja feliz y gruñona

Esa pareja feliz y gruñona

A lo mejor es que las productoras han descubierto la pólvora y se han dado cuenta de que no solo de historias de marcianitos filosóficos y de monstruitos peatonales desmadejados y de atribulados jóvenes salidos cual monos se alimentan los telespectadores. A lo mejor es que han vuelto los ojos a una franja de seriófilos que tienen ya una edad o incluso tres edades. Gente formada en el cine clásico del XX a la que ni divierten sinsustanciales comediuchas con gracieta porno tras gracieta porno, ni tampoco familias muy plurirraciales y muy posmodernas y muy vivientes en los mundos altoburgueses del chupachups con piscina. Quizá lo haya visto a las claras Chuck Lorre (atentos: todos en pie) y por eso haya decidido crear una joya ?medida hasta en sus altibajos? sobre una pareja de amigos: un actor no triunfante que se gana las hamburguesas dando clases de interpretación a un grupo politiquísicamente correctísimo (Michael Douglas), y su agente triunfador y modelo de cascarrabias (Alan Arkin) que enviuda, pero se deja aconsejar por su desparecida mujer: ya verán cómo. Son ancianos, les atribulan las miserias que acaecen a los ancianos, pero no cesan de arrojarse pullas a sabiendas de que la amistad prevalecerá sobre todas ellas.

A su alrededor orbitan unos personajes femeninos tan bien cuadrados que difícil es dilucidar si los satélites son ellas o son ellas los planetas que activan a la pareja protagonista. La hija tan activa de Douglas, la alumna madura Lisa (potentísima), la politoxicómana hija de Arkin (prodigiosa Phoebe, haciéndonos olvidar su papel en «House»), la deliciosa fallecida (que tanto deseamos que vuelva a salir en cada episodio)€ Y, por si poco fuera para que ustedes dejen de leer y corran a ver la serie, cameos formidables de Ann Margret, Elliot Gould, Jay Leno o un Danny DeVito como urólogo desmadrado que juega al Tetris mientras diagnostica tumores (para levantarse y aplaudir la secuencia). Y prepárense a reír a gusto. Esa burla a la corrección política: no tocarse ni para un saludo; no mirar (aunque sea con absoluta inocencia nostálgica) niños en el parque; no hablar de nada porque incomodaría a alguien cualquier cosa. Esa aceptación ?tantas veces costosa? de la edad: cenar picante con placer siempre que se tengan a mano los antiácidos; hacer repaso a los medicamentos que se toman, incluso al momento de hacer el amor; hacer pis «en Morse»; avergonzarse ante próstatas poderosas en los urinarios públicos; orinar con apremiante urgencia en el seto del jardín de la amada nada más despedirse con grande romanticismo; hacer «ejercicios pélvicos» en el coche con sonidos tántricos o extravagantes como acompañamiento€ Esas pullas de Arkin (que le come la pantalla a Douglas) ante el rabino meticón. Phoebe tratando de ligar con el enfermero de la clínica de desintoxicación o fugándose de la misma y corriendo tras el coche de su padre al grito de «¡Prometo tomar solo cerveza!» o robando el bolso de su madre. Esa Barbra Streisand, que resulta ser un transformista, en el funeral en el que el viudo confunde adrede y como broma sus palabras de duelo y lee las que dirigió a Debbie Reynolds. Ese camarero lentísimo que se embolsa una propina de mil dólares. Esa escena en la que la esposa enferma terminal bromea sobre el «sexo irrefrenable» que le une a su marido para dormir en la misma habitación. Y solo cabe admirar ?como ya dije? esa mirada admirada de Lorre sobre la mujer, en todo superior a los hombres que pululan desnortados y neuróticos.

Y atentos a la conclusión: «Quizá la vida no tenga sentido y estemos aquí solo para ser amables». Perfecta.

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