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En defensa de la ilustración

El científico cognitivo Steven Pinker insta a ver con otra perspectiva los titulares alarmistas y las profecías de la perdición que juegan con los prejuicios psicológicos

En defensa de la ilustración

En los años ochenta del siglo pasado no solo cayó el Muro de Berlín, sino también la filosofía posmoderna criticó con gran energía intelectual muchos de los relatos que provenían de la ilustración. Grandes relatos o causas que son imposibles e innecesarias, como decía Lyotard. Lo cual no significa que no hubiera filósofos, como Habermas, que mantenían que la modernidad es un proyecto incompleto. De todos modos, si se ve con perspectiva amplia, a la ilustración le ocurre algo parecido a la consideración de los romanos en una famosa escena del filme La vida de Brian (1979). Ante la pregunta crítica sobre qué nos ha aportado la ilustración, siempre pueden aparecer excepciones. Algo así ha formulado el psicólogo Steven Pinker en este libro que se atreve con un título sólido, En defensa de la ilustración, en una época aparentemente liquida y escéptica.

En concreto, el ensayo quiere expresar la herencia de la ilustración es, en líneas generales, positiva. A partir de afirmaciones, y de datos, Pinker expone, en distintos capítulos y temas (democracia, progreso, salud, desigualdad, paz, progreso€), que en nuestro tiempo vivimos más años y la salud nos acompaña, somos más libres y, en definitiva, más felices; y aunque persisten los problemas de envergadura, sería necesario, afirma Pinker, recuperar las soluciones que proviene del ideal de la Ilustración.

El autor quiere revelarse ante las ideas tremendistas para demostrar, de manera empírica, que hoy hay más prosperidad, seguridad, y paz, no solo en Occidente, sino, a pesar de los pesares, en todo el mundo. Este progreso no es el resultado de alguna fuerza cósmica. Es un regalo de la Ilustración: «la convicción de que la razón y la ciencia pueden mejorar la vida humana». No se trata, y por eso me parece muy sugestivo el libro, de caer en una ingenuidad, sino en señalar, a diferencia de la mayoría de los ensayos actuales, lo que funciona. El libro, por tanto, es sugerente, y, además, está escrito con elegante claridad.

Ya en su anterior libro, Los ángeles que llevamos (Paidós), Pinker defendía que hoy vivimos el momento de la historia menos violento. Ahora, recopilaba bases de datos para apoyar su afirmación de que la vida humana no ha empeorado a escala mundial, como muchos parecen pensar.

Dentro de este guiso optimista (con condiciones, remarca Pinker), y vitamínico de cara a ayudar a solucionar los retos del milenio, aparece una crítica tanto al populismo como a los intelectuales de izquierdas. En defensa de estos últimos, podríamos decir que la economía y política neoliberal ha hecho aumentar las desigualdades, y que estamos dando pasos hacia atrás en materia de derechos. O que persiste el hambre en el mundo, o que el planeta está en peligro a causa de un desarrollo no sostenible. De igual modo hay que subrayar que la democracia ya no es igual a desarrollo económico, como está demostrando, alarmantemente, China. Y tantas cosas.

Pero hay una idea nuclear que me parece acertada especialmente: la necesidad de repensar el modo en que criticamos nuestro tiempo. Porque muchas veces hacemos como la quimioterapia, matamos tanto las células buenas como las malas, las cosas positivas como las negativas. Una cosa es la crítica a la «democracia real», y otra una crítica a la idea de democracia que debemos aspirar. Sirva este ejemplo para el concepto de Europa. Y esto nos lo sigue enseñando la mejor ilustración, la que, como dice Habermas, no cae en la razón instrumental, posicionándose a favor de una moral universalista. La reflexión del filósofo de la Escuela de Frankfort es mucho más interesante, pero aun así es positivo que un psicólogo como Pinker deje de tirar piedras sobre el tejado de la tan necesaria, hoy, revitalización de la razón ilustrada.

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