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La jaula de Murakami

Las dos entregas de "La muerte del comendador" dibujan con una prosa sencilla un mundo a caballo entre el sueño y la realidad

La jaula de Murakami

Haruki Murakami (Kioto, 1949) se crió en la ciudad de Kobe, correteando por su puerto, donde los marineros llegados de todos los mares regalaban detalles a aquellos muchachos. Los barcos de medio mundo y la literatura japonesa que aprendió de su padre, profesor en un liceo, constituyeron su primer aprendizaje. Un día, un marinero le regaló Mi nombre es Archer, de Ross McDonald. A partir de ese momento se enamoró de los policiales norteamericanos y comenzó a aburrirle la literatura japonesa. Eran los sesenta y la cultura occidental le pareció excitante: el jazz, el rock, la literatura, el pop y su fanatismo por los Beatles, hasta su mujer se llama Yoko. Fiodor Dostoievski, Kafka y Chandler le abrieron un mundo del que se enamoró en secundaria. La conclusión de sus lecturas es que Chandler y Dostoievski eran lo mismo, ambos no ofrecían conclusiones en sus novelas y los personajes femeninos se comportaban como médiums; es decir, las cosas ocurrían a través suyo.

Su primera novela, Escucha la canción del viento, la escribió con treinta años y cambió radicalmente su forma de vida: dejó de trasnochar y comenzó a practicar deporte diariamente, convirtiendo su vida en una regularidad solo superada por Immanuel Kant, al que cita constantemente, en sus paseos diarios por Königsberg. A continuación se trasladó a los Estados Unidos y de inmediato vendrían sus grandes éxitos literarios: Tokio Blues (1987), Baila, baila, baila (1988), Crónica del pájaro que da cuerda al mundo (1995). El ataque terrorista con gas sarín en el metro de Tokio, que dejó trece muertos y seis mil heridos, le hizo volver con sus gentes para reflejar estos dramáticos momentos en su novela Underground (1997). Luego le seguirían éxitos como Kafka en la orilla (2002), After Dark (2004) y los tres volúmenes de 1Q84 (2009), hasta llegar a los cincuenta millones de ejemplares vendidos en todo el mundo.

Dicen que su nombre se encuentra todos los años en las quinielas para el Nobel, pero él le resta importancia y achaca todo a rumores de los editores. Con una prosa sencilla, sus obsesiones se reflejan claramente por las páginas que rellena: la soledad es el primer tema de su obra; también la cultura popular en todas sus manifestaciones, desde las hamburguesas a la música pop de Michael Jackson o de Madonna, pasando por las compras compulsivas en un shopping. Pero su obsesión central será por un personaje en concreto: la de un hombre abandonado o que ha perdido a su mujer, y su incapacidad para olvidarla le arrastra hacia un mundo paralelo que parece ofrecerle la posibilidad de recuperar lo perdido. Sus protagonistas, pues, siempre están perdiendo algo y buscando lo que perdieron. Así, sin salirse de este esquema, nos llegan los dos volúmenes de La muerte del comendador, donde un retratista de cierto prestigio, en plena crisis existencial, abandona Tokio en dirección al norte del país. Sumido en sus recuerdos deambula por Japón hasta que un amigo le ofrece una pequeña casa aislada en lo alto de una colina frente al mar, que perteneció a un famoso pintor. Allí descubre un cuadro con una etiqueta en la que se lee: «La muerte del comendador». La pregunta flota sobre el aire: ¿qué se oculta tras ese cuadro? Ahí comenzará un fascinante laberinto de señales, indicios, pistas, revelaciones o apariciones que ha de interpretar como si fuera un oráculo o un profeta o un chamán en una moderna Epifanía. Así, el protagonista comienza a convivir con el ambiente, los objetos de la casa y los escasos personajes que aparecen: su vecino Menshiki, un expresidiario acaudalado, su amigo Masahiko, Shoko y su sobrina Marie Akikawa, a la que comienza a retratar a petición de Menshiki. Un día, la muchacha desaparece y nuestro protagonista comienza con una nueva obsesión: encontrarla.

Las dos novelas están narradas con una prosa sencilla, que destila la persecución de seguir viviendo más vidas distintas y barajando posibilidades, sueños. «Si escribes, no tienes que soñar», nos dirá; sin embargo, sus libros están llenos de sueños. El narrador es en primera persona, pues considera que esa voz narrativa es la que siempre requiere intimidad. No le gusta el estilo realista y dibuja un mundo entre lo real y lo onírico, un mundo de oscilaciones permanentes, que da saltos temporales desde el hoy hasta los instantes en los que el propietario del cuadro paseaba por las calles de Viena en plena II Guerra Mundial y cómo terminó en un campo de concentración detenido por la Gestapo. Todo ello, mientras nos habla de pintura y literatura y suena de fondo El caballero de la rosa de Richard Strauss. El ritmo de la narración no es lento, es tranquilo. Los personajes primero gesticulan y luego hablan; primero piensan y luego hablan; primero describen y luego preguntan; les gustan las cosas que se ven tanto como las que no se ven; y todos desprenden fuerzas positivas o negativas, pero el autor siempre nos conduce a la misma conclusión: «Todos vivimos en una jaula, aunque para algunos sea de oro».

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