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El cheque

Hace unos días el gobierno francés ha puesto en marcha experimentalmente y durante seis meses una de las promesas electorales de Macron, el llamado cheque cultural. Consiste en que los jóvenes recibirán al cumplir los dieciocho años un crédito de 500 euros para invertirlos en productos culturales. De momento, probarán con trece mil jóvenes. Ah -me apunta un adolescente marchoso, vecino mío, cuando le comento el asunto en el ascensor-, ¡menudos botellones se van a montar con eso los franceses! Y dándoselas de culto apostilla: no solo les da para cerveza, también para calvados y pernod. Para el carro, le digo, no es lo que tú te crees. En primer lugar no se trata de dinero contante y sonante, sino de una aplicación para móvil y tableta que mediante un geolocalizador informa al usuario de los eventos y productos culturales más próximos a su domicilio a los que puede acceder. En segundo lugar, la lista proporcionada por el Ministerio de Cultura francés habla de libros, DVDs, entradas de espectáculos teatrales y de conciertos, plataformas de streaming y matrículas de cursos y talleres.

La cara de decepción de mi interlocutor es todo un poema: ¿Libros? -me dice, casi con repugnancia-, ¿para qué quiero libros?, ya tengo bastante con los manuales del instituto. Además, no necesito plataformas de streaming, mis padres tienen Netflix y ahora se van a hacer de HBO. Pero lo más increíble es que te vendan la moto de los cursillos como si fuera un chollo: que yo sepa -continúa impertérrito- la cultura sirve para divertirse y no para comerse el coco con clases de idiomas o, peor aún de naturismo. Pues ya ven, es lo que hay, como se dice ahora: todo lo que no huela a diversión no puede ser cultura. ¿Los museos?: un inmenso torro, menos el de figuras de cera. ¿Los espectáculos?: cuanta más casquería ofrezcan mejor: por eso no es de extrañar el éxito de las películas gore y, si me apuran, hasta de los toros, una casquería castiza que alguna gente rara quiere suprimir. ¿Leer?: si una obra tiene una buena dosis de porno encubierto salpimentado con violencias varias, pase, pero si no, aburrirá hasta a los culebrones. Así es este país y así son (no se hagan ilusiones) todas y cada una de sus autonomías, nacionalidades y regiones, a elegir. Uno esperaría que, ya que la cultura parece no interesar a (casi) nadie, el personal se pasase las horas muertas trabajando o haciendo vida familiar. Pero, como es sabido, no suele ser así: los jóvenes porque no les dejan trabajar y los demás porque no nos gusta, aquí lo que triunfa es el bar, el nuevo y viejo templo de la sociedad española. Antiguamente se llamaban tascas y estaban excluidas las mujeres, pero por lo demás eran iguales que ahora.

La cosa viene de lejos. Mariano José de Larra se preguntaba hace un par de siglos: "¿No se lee en este país porque no se escribe, o no se escribe porque no se lee?". Y en otro lugar decía: "Escribir en Madrid es llorar, es buscar voz sin encontrarla, como en una pesadilla abrumadora y violenta". Pues así seguimos. Siempre he envidiado las bibliotecas, universitarias o no, de Alemania, de EE. UU., de Francia, llenas de gente silenciosa que devora librotes como si les fuera la vida en ello. También envidio los parques ingleses en los que ves a la gente comulgar con la naturaleza y en los que es más fácil tropezar con una ardilla o con un pavo real que con un maromo en patinete. Y para colmo de la envidia la que me la dan los palacios y las iglesias italianas en las que un ciudadano cualquiera convertido en cicerone ocasional es capaz de darte una lección de arte sin despeinarse. En fin, de donde no hay, no se puede sacar. Somos un país de gente rústica, de humor grosero, de horizontes cejijuntos. Así que si a alguno de nuestros políticos se le ha ocurrido imitar lo del cheque cultural, ahora que vienen elecciones, le aconsejo que se olvide. Con este argumento no pillará ni un solo voto. De res.

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