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Creaciones

A fondo con los Yanomamis

Volvemos a reencontrarnos veinte años después de aquella exposición en el IVAM de Juan Downey

A fondo con los Yanomamis

Manaos es una ciudad brasileña donde las aguas del inmenso río Amazonas se encuentran con las del afluente Negro. Limitada al norte por la selva, en esta colorista población brasileña donde por costumbre -o por captar más turismo- las mujeres todavía se visten con blusas de puntillas inmaculadamente blancas, el hambre se lleva mejor: no hay más que trepar a un árbol o acercarse a los ríos para conseguir un algo que llevarse a la boca. Por su estratégica localización, Manaos es una puerta al universo indígena a la vez que permite seguir disfrutando de las ventajas de la civilización. Sin embargo, Juan Downey (1940-1993) no solo no atravesó aquella puerta, sino que se internó mucho más allá.

Es la primera cuestión que se nos pasa por la cabeza cuando volvemos a reencontrarnos veinte años después de aquella exposición en el IVAM con la obra de este autor, lamentablemente olvidado en mi particular caso ¿Qué lleva a un hombre culto, de familia, como solemos decir, bien, educado en colegios privados católicos, con posibilidades de instalarse ya como artista internacionalmente reconocido en París o Nueva York, a internarse y vivir durante meses entre una población que nada tiene que ver con él, chileno de nacimiento? ¿En qué momento una voz en su interior le invita a dejarlo todo e internarse en lo más profundo de la selva? ¿Cómo surge esa necesidad de convivir con una de las poblaciones más primitivas, menos civilizadas de nuestro planeta?

Las primeras obras que inician la muestra, esos primeros y hermosos dibujos de líneas que van formando círculos y más círculos y óvalos hasta marear, nos remiten a esa necesidad de muchos de los mejores creadores de la literatura o la música de experimentar las drogas más lisérgicas. La diferencia es que Downey no lo hacía como un acto individualista de creación, sino que era una más de las costumbres de este pueblo de Yanomamis con los que decidió convivir, un modo por parte del artista de formar parte de un mundo al que deseaba pertenecer.

Intentamos asimismo imaginar cómo reaccionaron los indígenas al ver al extranjero cámara al hombro grabando el día a día, el descanso de una madre con el crío enganchado a su pecho, la salida de caza de los hombres más jóvenes, la preparación compartida de la comida, el velatorio de sus muertos, el silencio que precede a la noche cuando el constante chillido de los pájaros y primates se apaga. Cientos de fotografías del paisaje amazónico, acrílicos y dibujos realizados en grafito con elementos que encontraba en el entorno, podrían llevar a la lógica deducción del interés antropológico por parte del artista. Pero nuestra percepción es justamente la contraria. Este no es el trabajo de, por ejemplo, una Margaret Mead o un Lévi-Strauss tomando notas sobre el impacto de un occidental sobre un pueblo indígena brasileño, ni una lección moralista para la humanidad. Tampoco hay un preciosismo -que sí encontramos en los dibujos- o rigurosidad en las filmaciones, yendo de atrás hacia adelante y de nuevo atrás, no hay un guión previo ni una aspiración por atraer al espectador, la cámara se mueve como si de una filmación familiar se tratara. Es más, son los indígenas los que observan al artista, el observador el que es observado y estudiado. La inteligencia de Juan Downey, el valor indudable de estos documentos fue dejar que aquellas gentes cogieran la cámara e hicieran su propio relato, que es en definitiva el de él. Como explican los comisarios de la muestra, Nuria Enguita y Nacho Paris, estamos ante un proyecto «lúdico a la vez que crítico, con la voluntad de actuar como 'comunicante cultural', articulando formas de vida y cosmovisiones indígenas, experiencia personal, autorreflexión y tecnología».

En el blanco espacio de la conciencia, como así se ha intitulado la muestra, aunque no sentimos que entramos en el espacio húmedo, amplio y a la vez claustrofóbico típico de una selva, sí que en cambio se ha planteado un montaje expositivo como un revival de los años 70, incluidos unos monitores de pantalla redonda y botones cuyo hallazgo ha debido ser tan dificultoso como curioso.

Downey estaría totalmente en desacuerdo con mis palabras. Menos civilizadas es precisamente una de las afirmaciones más erróneas que él pudo demostrar. Los yanomamis con los que convivió le aceptaron tal como era, le ayudaron a integrarse, le enseñaron a sobrevivir en un entorno hostil para él, se rieron con él. Downey estaba ya planteando en estas grabaciones realizadas entre 1976 y 1977 uno de los restos a los que se enfrenta el civilizado siglo XXI, la inmigración, la aceptación del extranjero, el diferente. Los yanomanis demostraron ser capaces de respetar las rarezas de su invitado y ayudarle en su integración.

La triste realidad en Brasil es que poblaciones como los yanomamis están siendo diezmadas por la minería, la deforestación y la puñetera civilización. Pero esa es otra historia que Juan Downey solo intuyó.

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