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Homo solidarius

El otro día me invitaron a una cena solidaria. Pensaba ir con mi mujer, pero ella tenía a su vez un concierto solidario, así que cada uno nos fuimos por nuestro lado. Mi cena no estuvo mal, su concierto tampoco, según me dijo. Hace algunos años, más bien pocos, algo así habría sido impensable. Por supuesto que siempre ha habido causas merecedoras de apoyo y que se han recaudado fondos para apoyarlas. La iglesia, que no en vano es el único estado de Occidente que lleva dos mil años en ejercicio, lo sabe bien y siempre ha promovido las cuestaciones. A los niños de mi época nos daban en el colegio unas curiosas huchas de barro con forma de cabeza de chinito o negrito (así se decía entonces, ya sé que no es políticamente correcto) y nos lanzábamos a la selva urbana a reclamar fondos solidarios para las Misiones. Había competencia, pues abundaban los mendigos -como ahora mismo, me temo-, que te podías encontrar en el atrio de cada templo y en los lugares céntricos de tu ciudad, pero la verdad es que tan apenas colisionábamos con ellos. Para la gente, una cosa era atender a su pobre favorito a la salida de misa y otra que una vez al año un chiquillo gracioso o una niña preciosa -como antes, ni quito ni pongo, así se decía- les reclamase un óbolo especial. Así que nada nuevo bajo el sol. ¿O sí? Pues sí, porque la solidaridad actual nunca es a cambio de nada, o cenas o escuchas un concierto, pero así, a palo seco, no está claro que la gente esté dispuesta a soltar la mosca en solidaridad con los refugiados o con los enfermos de una rara dolencia neurodegenerativa. Tan de moda está la solidaridad gratificada que existen agencias que se dedican a organizar eventos solidarios (me pregunto si dichas agencias de la solidaridad son solidarias a su vez, pero lo dudo, si no, sería el cuento de nunca acabar). Una modalidad especial dentro de las actividades solidarias la constituyen las carreras. Resulta que si te apuntas a una competición y corres -supongamos- una maratón, ya estás siendo solidario. Así como suena. En estos casos es muy fácil arrasar con la recaudación porque una cena requiere locales, viandas y cocineros y un concierto es imposible sin músicos ni instrumentos, pero una carrera€ Entre las más de medio centenar de carreras solidarias que encuentro anunciadas en la red para antes del verano en España, me llama la atención la que organiza un colegio privado de un municipio valenciano de cuyo nombre no quiero acordarme en el que te cobran diez euros, pero no dicen a beneficio de quién tienen que correr los solidarios. Chocante, ¿no? Por lo menos cuando te solidarizabas con el culto de algún santo echando una monedilla en el cepillo de la iglesia, él/ella te miraba desde su hieratismo de estatua con cara de agradecimiento.

Así es nuestra cultura actual, solidaria a tope. Lo cual coincide con una ruptura de los viejos vínculos familiares y sociales, en un mundo de solitarios que a veces se pasan días y días sin hablar con nadie, aunque, eso sí, chatean un montón por las redes sociales con interlocutores de apodo (nick) equívoco. Es como si solitarius y solidarius tuvieran el mismo origen. Pero resulta que no. La primera palabra, que dio lugar a solitario y a soltero, viene de solus, «solo». La segunda procede de solidus, origen de «sólido» y de «sueldo», a través de la expresión jurídica in solidum, que aludía al hecho de que los miembros de una misma empresa son copartícipes de sus pérdidas y de sus ganancias. Bueno, pues ya ven hasta dónde hemos llegado. Los sindicalistas del siglo XIX, que organizaban colectas en solidaridad con los huelguistas de un sector productivo para que sus familias no se muriesen de hambre, eran solidarios de verdad. Los de ahora -¿qué quieren que les diga?- somos más bien solidarios de boquilla. A la hora de rascarnos el bolsillo, pensamos en lo que nos darán a cambio y tan apenas en a quién beneficiamos. Más o menos como los votantes, por cierto.

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