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Vísperas de todo

Esclavos de la consigna, el segundo tomo de las memorias de Jorge Edwards

Vísperas de todo

Donde las había dejado, tras los días hogareños de niño bien en el Chile de los años treinta y las noches de bohemia juvenil, revoluciones de salón y nerudeos vanguardistas de los cuarenta, retoma sus memorias Jorge Edwards (1931), con este segundo tomo, Esclavos de la consigna, que narra los comienzos de escritor publicado y los primeros destinos como diplomático, para dejarnos a las puertas de sucesos que cambiarían su vida y la historia de la literatura hispanoamericana contemporánea.

En el primer tomo, Los círculos morados (2012), Edwards destapaba el arcón de los relatos familiares, abriéndonos una galería de fantasmas y prodigios domésticos de aquel Chile provinciano, entre confidencias novedosas (los abusos sexuales sufridos en el colegio jesuita) y el relato de su descubrimiento de la literatura; episodios que completábamos de obras anteriores, como las novelas El inútil de la familia (2004) y El descubrimiento de la pintura (2011) o algunos de sus cuentos, como los primeros de El patio (1952) y Gente de la ciudad (1961).

Ahora que sus memorias abandonan el limbo prepolítico y se adentran en los años convulsos de su eclosión como intelectual público, lo tendrá más difícil para moverse en los intersticios de lo que por activa o pasiva ya contó su literatura. Aun así, el memorialista inagotable, el contador de raza, se las ingenia para iluminar desde otros ángulos lo mil y una veces escrito, hasta para ofrecer nuevas revelaciones. Y sigue cumpliendo, sobre todo, con el primer mandamiento de toda narración: no aburrir.

La primera de esas novedades es cierto tono confesional, en el que resuena Séneca más que San Agustín, Rousseau o Neruda (quien a su hora sólo accedió a confesar que había vivido). Pero «yo hago ahora mi autocrítica, con plena conciencia de que es demasiado tarde: no he tenido en mi vida la paciencia necesaria y la constancia [€] ¿Una falla en la fidelidad esencial, una frivolidad inaceptable en las relaciones humanas? Quizá sí. He estado en muchas partes, con muchas personas, y, parodiando a Séneca, [€] no he estado en ninguna, y con ninguna. ¡Grave asunto!» (p. 124).

Esta inconstancia de los afectos, esa inquietud más bien, que para el autor constituye un cargo, para el lector es una suerte, si va acompañada, como en su caso, de la fortuna de los audaces. Porque Edwards goza de una rara serendipia histórica: allá donde va, pasa algo. No es ya su insustituible conocimiento de causa de Neruda, Salvador Allende, Fidel Castro y del meollo al completo de la cultura hispánica contemporánea; es que su memoria personal no puede evitar verse, por ejemplo, llegado 1968, en pleno mayo parisino o en la primavera praguense.

Enseguida vemos a Edwards metido en el torbellino del gran mundo. Aún recién casado, parte a estudiar a Princeton, donde en abril de 1959 asiste a una conferencia de Fidel Castro, de gira por universidades de Estados Unidos meses después de la victoria. Sin definirse aún políticamente, Fidel deja oír ya una dialéctica religiosa más que ideológica de la revolución, que pone al joven becado chileno sobre aviso de los nuevos tiempos. El riesgo de que un revolucionarismo eufónico polarizara, como hizo, al reformismo de izquierda, como el de un joven Allende que se nos descubre en una cercanía inédita, en sus mundanidades liberales, elegante, mujeriego y con buena química con Alessandri padre, caudillo de la derecha.

Esa mirada tras el bastidor de los retratos regios solo está alcance no ya de alguien con su don de la ocasión, sino con la afición a los detalles de Jorge Edwards. Eran, en la Guerra Fría, los días posteriores a la condena del pasado estalinista en la Unión Soviética, y la semblanza de un Neruda golpeado por la información y obligado a un silencio menos leal que «dolorosamente consciente» (p. 88) es otra lección de intrahistoria, también literaria: su viraje al hedonismo marino y amoroso para no regalar más versos heroicos al enemigo interior. Sería en vano, pues las consignas ya estaban lanzadas. Y así «nos emborrachamos de consignas con facilidad y nos convertimos en esclavos de ellas» (p. 76).

Como diplomático de nuevo ingreso, lo descubrimos en Río de Janeiro y Lima. El primer destino depara otro de los hallazgos del volumen, el poeta brasileño Rubem Braga, que junto con el Queque Sanhueza de su juventud santiaguina ofrecen retratos memorables; el homenaje póstumo a dos triunfadores poco evidentes: a su manera y de sus cosas. Son también los años de los primeros libros publicados, y de su destino, en 1962, como secretario de la embajada en París, donde conocerá a los nuevos del Boom hispanoamericano y estrenará una duda definitiva: seguir siendo un diplomático que escribe o, como aquellos, escritor.

Otra vez la historia, irrumpiendo en su vida, se encargaría de disipar las dudas. Tras ganar las elecciones de 1970, con la autoinmolación visionaria de Neruda como candidato de la Unidad Popular, Allende le encomienda la misión de reabrir la legación chilena en La Habana. El diálogo privado de ese encargo, pleno de detalles augurales, estaba casi inédito hasta hoy. Lo demás, que acabaría con el caso Padilla, la expulsión de Edwards de Cuba y la implosión del Boom, ya es historia. Queda para el siguiente tomo de estas memorias que no me canso de avisar como lo mejor que quizá ha dado el género en Hispanoamérica desde José Vasconcelos.

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