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Pueblos vacíos

En este fin de semana fallero, cuando es imposible dar un paso sin chocar con alguien, inhalar profundamente sin que el tufo de la fritanga te impregne los pulmones ni, por supuesto, intentar conversar con tu acompañante sin que el estruendo de los petardos, de las músicas estridentes o del fragor de la batalla te distraiga, en este fin de semana caótico y alucinante, algun@s -afortunados o insensatos, depende del punto de vista- escapan de València para pasar las fiestas en un pueblo del interior. El contraste no puede ser más brutal. No es que vayas a chocar con alguien, es que probablemente, fuera del entorno mismo de la vivienda de turismo rural en la que te has refugiado, no llegues a atisbar sino una persona o dos que se desliza furtivamente por una calleja. Tampoco olerás a nada que no sean aromas del campo, los pucheros ya no borbotean al fuego ni los lagares y falsas almacenan el vino o los granos. En cuanto al ruido, brilla por su ausencia: ni mugen las vacas ni relinchan los caballos ni balan las ovejas ni rebuznan los burros ni susurran las abejas ni gruñen los cerdos ni cacarean las gallinas ni croan las ranas ni nada de nada. Los huídos de la gran ciudad menores de cuarenta años no suelen haber visto al natural ninguno de estos animales, conque como para identificar, primero, y denominar, después, los sonidos que emiten. En realidad con los ladridos de los perros y con los mallidos de los gatos tienen más que suficiente. Pero estos animales no son habitantes del campo, también suelen ser turistas de nacionalidad mascota, con los mismos derechos, deberes y problemas que sus amos.

Los datos son escalofriantes. Desde 1975, la población española casi ha aumentado un 40%, pasando de treinta y cinco a cuarenta y siete millones de habitantes. Sin embargo, paradójicamente, las provincias del interior se han despoblado más que nunca, en especial las de la llamada «Laponia española», las provincias de Soria, Cuenca y Teruel, que tienen densidades poblacionales similares a las del desierto y llevan décadas en crecimiento negativo, con más decesos que nacimientos. Castelló interior y el sur de Tarragona no están mucho mejor. Isaura Leal (PSOE), la comisionada del gobierno para el reto demográfico, compareció en el Senado el pasado otoño señalando que el 53 % de España está en riesgo de despoblación grave. Hace unos días, los presidentes de las diputaciones de Teruel (del PAR), Tarragona (del PDeCAT) y Castelló (del PP) se reunieron para unir esfuerzos en la lucha contra la despoblación. O sea que, en este momento electoral en el que todos los políticos se esfuerzan por aumentar la crispación para recoger votos, hay un tema que les obliga a comportarse como deberían hacerlo siempre, a nuestro servicio, que somos quienes les votamos y les pagamos el sueldo, y no al de ellos.

No miren para otro lado, ya sé que estamos con la plantà y con la ofrenda y con la cremà y que València es un hervir de gente. Pero miren, casi todas estas provincias vacías limitan con nuestro cap i casal. No es una casualidad que Isaura Leal sea valenciana porque el problema nos toca de cerca. Somos una isla situada entre dos mares, uno de agua y otro de tierra, y para la cultura valenciana todos estos síntomas son muy preocupantes porque nos sumen en el ensimismamiento. Se ha hablado del síndrome de la insularidad. No otra cosa es el meninfotisme. ¿Que hay que bajar impuestos a los repobladores, facilitar el asentamiento de empresas, mejorar las comunicaciones, incentivar los cultivos, no cerrar ni una unidad escolar mientras quede un solo niño en una población? Pues claro. ¿Que eso cuesta mucho dinero? Más nos va a costar quedarnos en medio de la nada, sin nadie con quien contrastar pareceres, intercambiar productos o compartir experiencias. La noche del día de San José se quemarán las fallas y al otro día se empezarán a preparar las siguientes. Pero si se hunde nuestro colchón protector, nos hundiremos con él.

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