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La única historia digna de ser contada

Julian Barnes explota la plenitud literaria en su última novela, ese cuento corto por lo general de amor

El epígrafe de La única historia corresponde a la definición de novela de Samuel Johnson: «Un cuento corto, por lo general de amor». Julian Barnes (Leicester, 1946) se adapta a ello como anillo a un dedo. Ha vuelto a reanimar los anhelos, las certidumbres y la ingenuidad que forman parte de la juventud con una voz retrospectiva que resulta, a la vez, hilarante y tierna, pero jamás condescendiente. Como ya hizo en su primera novela Metrolandia (1981), en La única historia, un escritor mucho más hecho, en pleno uso y disfrute de la madurez literaria, aborda un romance adolescente, perfectamente estructurado, sin errores e inconsistencias. La duda de si es el Barnes de El sentido de un final jugando a lo seguro, que surge al principio de la novela que acaba de publicar Anagrama, es despejada conforme avanza la lectura y descubrimos cómo el autor, a pesar de elegir un asunto ya manoseado por él mismo, no duerme en los laureles y ofrece respuestas ingeniosas que hacen de ésta una historia digna de ser contada.

Barnes tenía 34 años cuando se publicó Metrolandia, pero no ha dejado de ser bueno imaginándose a sí mismo en la mente de un viejo, y con el tiempo el estilo de sus novelas refleja la evolución de aquel protagonista narrador de entonces, Christopher Lloyd. Ahora es un hombre de una mentalidad elevada, un novelista más serio que sus compañeros de generación, que en los primeros años enmascaró esa gravedad francófila con conceptos juguetones. Desde la fluidez pirotécnica de sus primeros libros, el goce metaficcional de El loro de Flaubert, Una historia del mundo en diez capítulos y medio y la indeterminación genérica de Inglaterra, Inglaterra han dado paso al estilo tardío de El sentido de un final, por la que ganó el Premio Man Booker en 2011, y El ruido del tiempo: novelas reposadas y hermosas sobre cómo podríamos ser recordados evocando el recuerdo de los demás.

La única historia es suave, sombría y brillante, en cierto modo un retorno a los orígenes. Utiliza una configuración barnesiana reconocible, en la que un narrador reflexiona sobre el pasado y se encarga de mantenerlo a la luz con el fin de sopesarlo. El entorno también es familiar: un pueblo al sur de Londres, uno de esos lugares de edificaciones bajas, separadas por un seto y un entramado de madera, igual que en los suburbios de Metrolandia. La historia, esta vez, la cuenta Paul, el último de la larga lista de narradores ágiles de Barnes, un joven suburbano, pretencioso, abrumado por el tedio de la anglomanía de posguerra y la rutina burguesa que encarna su familia. Del mismo modo que Christopher, en Metrolandia, tiene la ambición de promover algo de épica en un páramo.

La novela se divide en tres partes. Arranca a principios de la década de 1960. Aunque el autor cambia entre la primera, segunda y tercera persona, se entiende que el narrador es Paul, que al comienzo de la historia se encuentra al final de su primer año de universidad. No ha cumplido los veinte. Frecuenta un club de tenis donde está emparejado en los dobles con Susan, 48 años, casada, no felizmente, con Gordon, un hombre que parece estar enfadado con la vida. Susan y Gordon tienen dos hijas casi adultas. Paul y Susan se enamoran y escapan juntos a Londres. Pero no viven felices para siempre. La visión idealista del amor de Paul choca con los problemas que Susan arrastra por causa de la bebida. La relación se va deteriorando, las mentiras y las sospechas crecen, el alcoholismo de ella produce estragos. Rota la confianza se mudan y comienzan por separado otras vidas. La parte final de La única historia, narrada en tercera persona, cuenta un desenlace alternativo que no implica el matrimonio entre Paul y Susan, y deja a la vista que lo que podría haber ocurrido tampoco entraña la felicidad.

Muchas de las novelas recientes de Barnes se basan en un puñado de escenas que se revisan y se vuelven a ensayar en la memoria, generando enredos en la narración. El protagonista de esta última dice que la mayoría de nosotros sólo tenemos una historia que contar, aunque eso no significa que nos pase una única cosa en nuestras vidas, son muchas las que ocurren, pero sólo hay una que importa, que finalmente merece la pena. La única historia es el tipo de lectura que agradecen los que les gusta escuchar canciones tristes después de una ruptura. Duele pero siguen consolándose a pesar de la decepción que supone el amor fallido. «El sexo triste es cuando la pasta de dientes dentro de la boca de Susan no encubre del todo el olor del jerez dulce y ella susurra: 'Alégrame, Casey Paul'. Y la complaces. Aunque alegrarla a ella también supone entristecerte tú» (pag. 141).

La compasión existe en Paul desde el momento en que se da cuenta de que el amor irrevocable puede llegar a ser un error devastador permitiendo que el amante apasionado se pregunte el resto de sus días si ha desperdiciado el frágil y singular don de su única vida en esta tierra. Cada parte de la nueva novela de Barnes está repleta de descripciones memorables. Proporciona una especie de fenomenología del amor a medida que sus diferentes etapas bullen en la conciencia humana: la pasión, la disolución y el recuerdo. La única historia reserva una lectura perpleja y agradable, incluso para aquellos que finalmente rechazan la tesis de Paul reflejada en el título. Julian Barnes es uno de esos autores en plenitud capaz de demostrar cómo el asunto más mundano puede convertirse también en el más duradero y lírico.

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