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Las señoras los prefieren rubios

Todos empezamos como negros, los escritores especialmente; el racismo es mala idea; el casticismo, también

Las señoras los prefieren rubios

Las señoras los prefieren rubios, digo rusos. La gran noticia cultural de días atrás fue la evidencia genética de que hace 4000/4500 años un pueblo procedente de la gran llanura escita -pongamos Ucrania, donde también nació Rusia- desplazó a los hombres de Iberia y se unió a las mujeres indígenas. No se lo puedo reprochar, a mi también me pasa, no van a ser constructores los únicos que las prefieren rusas. «Cuando el macho ibérico se extinguió porque las mujeres prefirieron a los rusos», tituló Rafa Montaner en Levante-EMV.

Dicen los genetistas de Harvard, Barcelona y el CSIC que la invasión fue pacífica porque no hay evidencias de violencia generalizada. Sea, aunque yo no lo juraría. En ese caso hay que imaginarse carros civiles -tan diferentes de los estilizados carros de guerra de radios y eje fijo- de rueda maciza y eje solidario. Puede parecer poco impresionante pero era el equivalente a un Porsche deportivo.

Cada vez hay más evidencias que las sucesivas adquisiciones técnicas del neolítico, calcolítico, bronce y hierro no supusieron, tan solo, el contagio y la extensión de nuevas herramientas y procedimientos sino, también, movimientos de población que la genética ayuda a precisar, datar y delimitar. Y que son muy anteriores a griegos y fenicios. Viajar enseña incluso cuando es otro el que viaja.

Cuando los pueblos del vellocino de oro -más o menos en torno a la disputada Crimea- no andan ocupados en guerrear entre ellos, nos mandan una oleada de gente. A veces la oleada, guerrera o comercial, llega desde las mismas tripas de Asia o desde el borde helado de Siberia (de donde proceden estonios, fineses y húngaros). La gran llanura euroasiática es un inmenso puchero donde han hervido a lo largo de miles de años toda suerte de naciones, incluidos los chapuceros visigodos.

Eso sí, el préstamo se ha de producir siguiendo la dirección del Sol. El Sol llega de oriente y se pone en Betanzos. Cuando suecos, franceses y alemanes ensayan el movimiento inverso son devorados por la inmensidad, que es el nombre secreto de esa llanura. A la OTAN le convendría tenerlo en cuenta por más que el periodista Tim Marshall (Prisoners of Geography) se imagine a Vladimir Putin rezándole a dios: «¿Por qué no pusiste unas pocas montañas en Ucrania?». Las mejores preces desde el origen de los tiempos son del género insolente.

El filósofo Peter Sloterdijk afirma sin reservas que nos estamos globalizando desde las grandes navegaciones de Portugal y Castilla. De hecho, empezamos mucho antes. Recuerdo mi asombro infantil cuando el profe nos explicaba la cultura del vaso campaniforme que se origina en nuestra Península y atraviesa ríos tan conspicuamente centroeuropeos como el Elba, el Rin o el Danubio y llega así hasta la península de Jutlandia, casi cinco milenios atrás. Un poco más joven, pero de todos modos vetusto, es el comercio del ámbar del Báltico establecido en nuestra Península hace 4000 años, tal vez por añoranza de ese mismo pueblo, abuelo de los rusos, que poco antes maridó con las señoras del terreno.

La genética de poblaciones se sumó a las prendas de las personas cultivadas gracias al ameno y fascinante Genes, pueblos y lenguas de Luigi Luca Cavalli-Sforza. Y esa aplicación genética ha dibujado una trama de «relaciones internacionales», mucho más densa y temprana de los que hubiéramos supuesto nunca.

Si Asia es nuestra madre, África es la bisabuela. Todos empezamos como negros, los escritores especialmente. Luego nos fuimos blanqueando influenciados por los anuncios de champús y bronceadores donde todos los niños lucen ricitos de oro aunque sean de El Cairo o Méjico D.F.

El racismo es mala idea; el casticismo, también. Hasta los ingleses sintieron verdadero amor por la India. A fin de cuentas hay logros culturales que merecen contagiarse: la división de poderes, las garantía individuales, el desvelamiento del rostro de la mujer. Pongo por caso.

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