Levante-EMV

Levante-EMV

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Una ciudad tercermundista

Creo que todos los columnistas, habituales o no, que escribimos en València tenemos año tras año la tentación de decir algo sobre las Fallas, pero casi siempre logramos reprimir el impulso. Es un tema tópico y los tópicos solo pueden tratarse a base de lugares comunes. Sin embargo este año voy a hacer una excepción porque esta columna se titula genéricamente crónicas de la incultura y lo que sigue es exactamente eso. La escribo en frío, dos semanas después, para que no parezca un calentón. No estuve en Fallas, pero aquellos de mis vecinos que se quedaron en València hablan y no acaban del nivel de degradación a que este año ha llegado la Festa. No me ha cogido por sorpresa, primero, porque llevamos varias ediciones de progresivo deterioro, y segundo, porque las redes sociales te cuentan y sobre todo, te muestran lo que ha sucedido. Ya saben: borrachos vomitando por todas las esquinas; gente miccionando (o peor) contra la pared de los establecimientos comerciales, de los portales de las casas y hasta de la Lonja o de los Santos Juanes; venta descontrolada de bebidas y alimentos de dudosa higiene, en fin, lo de siempre, pero peor que nunca. ¿Y esta es la cultura valenciana? ¿En esto consiste el patrimonio de la humanidad?

Me temo que las Fallas, que pueden gustar más o menos, pero que constituían una fiesta única en el mundo y una muestra de vitalidad popular indiscutible, ya no son lo que eran y llevan camino de convertirse en una pesadilla tercermundista. ¿Ha dicho usted tercermundista? Pues sí, me temo, es tercermundismo, solo que elevado al cubo. Que uno pueda comer en la calle cualquier cosa que no resiste el más somero análisis de condiciones de salubridad ocurre en los puestecillos callejeros de los países de escaso nivel de renta y lo primero que te dice la agencia de viajes es que ni se te ocurra comer o beber nada fuera de los hoteles. Que la gente haga sus necesidades en los edificios públicos lo he visto en algunos países de Asia, en los que es habitual, aunque eso sí, los templos y los locales comerciales se respetan. Que la gente que se divierte lo consiga emborrachándose y acabe vomitando y sembrando el suelo de cristales ocurre en cualquier fiesta de carnaval con exceso de alcohol. Lo malo de nuestra València fallera es que concentramos las tres degradaciones en una misma celebración y lo peor es que encima miramos para otro lado, las excusamos (total es una semana, decimos) y hasta las defendemos contra viento y marea.

El alcalde Ribó se ha sentido aludido por las críticas de la oposición y ha anunciado medidas serias. Bueno, estamos en periodo electoral, y no sabemos si podrá llegar a tomarlas al año que viene y si, caso de ser reelegido, las llegaría a tomar, porque no lo ha hecho en cuatro años de mandato. Se lo reprochan los concejales de la oposición€ que tuvieron un cuarto de siglo para ponerlas en práctica. En fin. Miren, o se hace algo o València se convertirá, más pronto que tarde, en el escaparate mundial de la degradación urbana y de la incultura cívica. No soy quien para proponer soluciones, pero ha llegado el momento de coger la sartén por el mango. Muchas personas que me han hablado de este tema -entre otras bastantes falleros- querrían separar los elementos tradicionales de la fiesta -los desfiles, la plantà, la cremà€- de las verbenas, que proponen trasladar a un inmenso espacio común habilitado al efecto, algo así como la pradera en la que se celebra el Oktoberfest muniqués o el real de la Feria sevillana. Me parece una idea digna de estudio: al fin y al cabo el ganado humano que ha dejado València como una pesadilla nauseabunda pasa de la fiesta, a lo que viene es a hacer lo que no le permitirían en ningún lugar civilizado del planeta. Puede que algunos se beneficien del dinero que deja esta gente, pero, sinceramente, al conjunto de la sociedad valenciana, a la que nos están sacando los colores en las redes, no nos compensa en absoluto.

Compartir el artículo

stats